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Pablo Javier Coronel

¿De dónde venimos? Desracializar el debate

Las declaraciones públicas del presidente Alberto Fernández ante el presidente español han vuelto a traer a la superficie un viejo debate que nos transita en el cotidiano ¿De dónde venimos los “argentinos”? El escandalo a nivel local e internacional que trajo la cita a Octavio Paz tiene varias aristas que son interesantes de analizar para poder, luego, enarbolar una crítica (completa) al discurso racializante.



En primer término, nos parece interesante pensar la pervivencia de la historia en el discurso político. Las declaraciones del presidente se dan en un contexto humillante y no es la primera vez que sucede. Argentina se encuentra renegociando la deuda eterna -perdón, quise decir externa- con los organismos multinacionales de crédito. En esta coyuntura, el franeleo con las potencias europeas resulta fundamental para que las negociaciones lleguen a buen puerto. Alberto se define como “Americolatinista” y “Europeísta” como para poder sacarse el estigma mediático que pesa sobre el peronismo ante el mandatario español. Hemos visto discursos similares con mayor o menor grado de ridiculez en las gestiones de Macri, los Kirchner, Menem, entre varios. Esto no habla mas que del lugar que ocupa la Argentina en el capitalismo mundial, sus ineficiencias y su agotamiento. La dependencia, se parece más a una voluntad que una obligación impuesta desde afuera por el imperialismo. Pero ese debate queda para otro día.


En cuanto a la frase racista atribuida a Octavio Paz por el presidente, con ribetes Nebbianos, diremos que tiene varias puntas para desarrollar. Primero la angustia existencial de la generación alberdiana, sarmientina y roquista ¿De dónde venimos los argentinos? Una pregunta por demás inútil pero que ayudó a cimentar el mito de la “argentina blanca” y reproducir la versión local del racismo spenceriano que andaba dando vueltas en Europa en esos años. Por otro lado, afecta al movimiento de las identidades que se sentía reconocido por el kirchnerismo y ahora se da cuenta de que ha quedado fuera del discurso. Pero vamos por parte y luego concluyamos juntos.



¿De dónde venimos?

Como venimos desarrollando en nuestro podcast, el origen de la Argentina como país tiene un momento preciso: el año 1880. La elección del presidente Roca, la sumisión total de las autonomías provinciales a la Nación, la consolidación final del territorio, la libre navegación de los ríos y la nacionalización de las aduanas externas, terminan de darle forma al país que habitamos. Se ha planteado en la historiografía liberal que, durante los años previos, con las campañas militares al Paraguay, al interior contra las montoneras, al Chaco y a la Patagonia, la población no-blanca había tendido a desaparecer. Los movimientos por la identidad han trabajado sobre esta línea, demostrando una pervivencia de estas poblaciones. Esto es un hecho. Sin embargo, se ha tendido a ocultar (o no comprender) que lo que sucedió fue un gran proceso de proletarización de la mano de obra afro y originaria. Estos sectores no-blancos son blanqueados y disimulados ante el aluvión inmigratorio que desde el Estado se propuso para extender aun más las relaciones capitalistas de producción. El mito de la argentina blanca nace en esta generación de mandatarios que ven los ideales y fenotipos europeos como superiores (la civilización), y por ende se identifican con ellos para tener un lugar preponderante en el concierto de naciones capitalistas. Ser un país blanco era positivo a los ojos de los alberdianos, sarmientinos y roquistas (la burguesía agraria gobernante).


Los movimientos por la identidad que nacen de la década del noventa, lejos de dejar atrás el racismo, lo asumen por la positiva: soy negro, soy indígena, soy moreno. La tradición identitaria se podría remontar a Franz Fanon e incluso más allá en el contexto de las luchas por la independencia de las colonias africanas y caribeñas de Francia e Inglaterra. Este movimiento tenia como objetivo crear nuevas naciones. Árabes, africanos, afroamericanos eran subyugados por alguna potencia europea. El orgullo negro o árabe era un aglutinante de las revoluciones anticoloniales. En América Latina, ese movimiento tuvo su auge con la revolución zapatista en Chiapas (México) en 1994, y tuvo sus réplicas en el resto del continente. Ahora bien, estos movimientos no rechazan la categoría de raza, sino que la asumen y combaten el racismo en búsqueda de la dignidad e igualdad de derechos.


A desracializar el debate

Si definimos raza y racismo nos daremos cuenta de que no son lo mismo, pero que, sin embargo, ambas categorías deben ser abandonadas. Raza supone que los seres humanos nos diferenciamos según un color de piel, una lengua o una cultura. El racismo es la ideología montada sobre esa categoría por la cual una raza es superior a otra según el grado de desarrollo económico, social y cultural. Ambas categorías, con el carácter que le damos hoy, nacen a fines del siglo XIX con la extensión del capitalismo a nivel mundial para justificar el avance civilizatorio que supone el capitalismo sobre otros pueblos.


Pero además, el racismo opera dentro de una misma sociedad. La división racial ha generado dos tendencias: el aumento de la explotación y la alianza de clases. Los patrones de raciales han generado trabajadores de primera y trabajadores de segunda. Así como otras categorías (género, religión, nación), la raza a sido utilizada para explotar mano de obra a menor costo y peores condiciones. A su vez, genera una alianza de clases entre trabajadores de la raza pretendidamente superior y la burguesía. En nuestra sociedad, ser blanco (hombre, católico y argentino) es un patrón diferenciador sobre otros. Ese trabajador llevará adelante su labor en mejores condiciones y será imbuido por la ideología racista en cuanto esto implique preservar sus privilegios.


Así las cosas, los movimientos por la identidad han terminado luchando contra el viento. Sus argumentos de orgullo racial terminan replicando una lógica que debe perecer de una vez por todas. No hay razas, los seres humanos somos iguales. La dignidad es una condición que se consigue desde lo discursivo, pero no desde lo material ¿De que sirve que un Estado reconozca la lucha de los ranqueles, collas o guaraníes en los manuales escolares mientras esas poblaciones mueren de hambre (literalmente), frío o enfermedades? ¿Cuántas cloacas se instalan con la dignidad marrón o afro? ¿No deberíamos concentrar nuestros esfuerzos en construir una sociedad diferente en donde las voces sean escuchadas en cuanto personas y no por su color de piel? La dignidad es el paliativo de los pueblos bajo el imperio del capitalismo.


Pablo Javier Coronel


Podés ver mar sobre racismo en:



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