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Romina F. Tiecher

La Creación de las Brujas


Si preguntamos a un conocido qué es una bruja probablemente nos dirá que las brujas no existen, quizás, añada que las brujas son mujeres viejas y feas con verrugas en la nariz, con escobas y que se ríen sardónicamente. La reina malvada que aparece en Blancanieves, de Walt Disney, la vil bruja en el Mago de Oz y, antes y después de ellas, toda una tradición plástica que, pasando por Goya, se remonta al siglo XIII, han contribuido a fijar esta imagen en nuestro imaginario colectivo. Aunque probablemente no exista ninguna persona real que responda a este estereotipo. Y, sin embargo, las brujas existen, ¿existen?

El tema de la brujería y su intensa persecución en la Europa Moderna ha suscitado siempre multitud de interrogantes, existiendo una gran producción bibliográfica sobre el tema. De esta menera, H. Trevor Roper en The European Witch-Craze of the Sixteenth and Seventeenth Centuries (1969) sostiene que la caza de brujas de los siglos XVI-XVII debe ser considerada en su contexto social e intelectual para comprender su fuerza y duración, haciendo hincapié especialmente en la mentalidad de las elites sociales para desentrañar el fenómeno de la brujería y su poder de adoctrinamiento sobre los elementos populares de la sociedad. A través de la brujería se nos ofrece todo un sistema de representación, una visión del mundo, la de las relaciones entre el género humano y las fuerzas sobrenaturales, la de los roles respectivos del varón y la mujer en las sociedades del Antiguo Régimen. Se trata de una historia compleja que, más allá de las necesarias generalizaciones, exige que se respeten los matices cronológicos y espaciales. Señala Franco Rubio (1999) que para entender a qué se debió, en qué contexto, cuándo y por qué en un momento determinado la sociedad europea creyó en la existencia de estas personas con poderes sobrenaturales, aliadas del diablo, que les producía tal terror, hasta el punto de hacer del asesinato premeditado la única manera de lograr su erradicación, hay que partir de premisas y condicionantes de todo tipo: políticos, sociales, teológicos y religiosos, intelectuales, psicológicos, antropológicos y hasta de una latente misoginia ya que el 80-85% de las víctimas fueron mujeres, dándose una identificación de los arquetipos según el género: el cazador de brujas siempre es un varón y la bruja cazada una mujer. Según Russell (1998), la brujomanía vivió su período de mayor apogeo entre 1560 y 1660. El autor añade que:

“… en el año 1300, ya estaban reunidos y listos todos los elementos de la brujería europea. Durante el siguiente siglo y medio, el miedo a las brujas se fue extendiendo paulatinamente por toda Europa. Luego, hacia 1450, finalizando la Edad Media, este miedo se convirtió en una auténtica obsesión o manía que iba a durar más de doscientos años. La idea popular de que la brujomanía es cosa de la Edad Media es fruto de un falso preconcepto según el cual todos los males son achacables al clericalismo de la denominada edad oscura. Pero la brujomanía fue en realidad producto del Renacimiento y la Reforma” (1998:91).

La transición del medievo a la modernidad sólo pudo hacerse a costa de profundas modificaciones de variado tipo, que desintegraron la sociedad tradicional variando sensiblemente el panorama europeo. Tanto la brujería como su represión adoptó diversos momentos y actitudes en Europa; en su dimensión espacial tuvo su epicentro en el Sacro Imperio alemán. Mientras que, en su dimensión temporal, la caza de brujas comenzó con el Renacimiento, tuvo su momento álgido con las guerras de religión, en la segunda mitad del siglo XVI y con la Guerra de los Treinta Años, para empezar a declinar en la segunda mitad del siglo XVII y acabar prácticamente desapareciendo en el siglo XVIII.

Para definir a la bruja hay que tener en cuenta dos elementos, señala Franco Rubio (1999): uno de carácter empírico, la práctica de la magia negra y, otro, de carácter teórico, el pacto diabólico y el trato con el demonio. Así, pues, magia y demonio serían los requisitos necesarios para poder acusar a alguien de brujería. Inicialmente se las acusaba de practicar actividades hechiceriles o mágicas, como hechizos, sortilegios, conjuros, maleficios, o abortos; aunque la mayoría de las procesadas no practicó ninguna de ellas, fueron acusadas de las desgracias que sobrevenían en su comunidad. Por ende, destaca Bravo Lozano (1999), la tortura se aplicaba porque la brujería se identificaba como un delito de traición consistente en abandonar a Dios, al que se estaba consagrado por el baustismo, para servir al demonio. Vale resaltar, que hoy sabemos que los jueces y eclesiásticos encargados de desterrar la brujería tenían una serie de ideas preconcebidas sobre ella, y de hecho los cargos que se le imputaron (infanticidio, vampirismo y necrofagia, vuelos en escoba, etc.) jamás consiguieron ser probados basándose únicamente en la confesión de las acusadas. Las declaraciones de las brujas se iban haciendo cada vez más precisas a medida que se iba aplicando la tortura. De ahí que, como remarca Russell (1998), para éstas la única esperanza de salvación se cifraba en ser arrestadas y abjurar antes de la ejecución. En sintonía con este razonamiento, el tormento y la muerte de las brujas redundaban en su propio bien, así como en el de Dios y de la sociedad en su con junto. De hecho, algunos tormentos estaban destinados a comprobar la culpabilidad o inocencia de la bruja, tal es el caso, de la prueba que implicaba colocar a la supuesta bruja en el platillo de una balanza y en el otro la Biblia. Si la bruja pesaba más que la Biblia, entonces era culpable.

La brujería diabólica se desarrolló fundamentalmente en Francia, Alemania, Países Bajos, Suiza y norte de Italia – zonas donde la herejía había tenido una mayor virulencia -, extendiéndose a Escandinavia en los siglos XVI y XVII. En 1486, Jacob Sprenger y Henri Institoris publicaron en Estrasburgo un libro destinado a gozar de un éxito extraordinario, el Malleus Maleficarum (El Martillo de las brujas). Por vez primera, estos autores,- en realidad Institoris, el auténtico redactor del libro – establecen un vínculo directo entre la herejía de la brujería y la mujer. Esta obra, bien redactada y de tono encendido, se convirtió en uno de los primeros libros impresos más leídos. Gracias al Malleus, la teoría de la brujería alcanzó y adelantó a la práctica procesal. Por ello, Bravo Lozano afirma que: “… los fenómenos de brujería son una creación de los tribunales europeos apoyados por los nacientes Estados modernos para eliminar todo disidencia y reforzar la unidad de los súbditos” (1999:154). Al Malleus Maleficarum le siguió toda una corriente de obras, no muy numerosas, cada vez más precisas en su descripción de los comportamientos de las brujas y en sus recomendaciones a los jueces. Así la brujería existía y las brujas hacían lo que se decía en los libros. Un fraile napolitano, en una obra publicada en 1608 titulada Compendium Maleficarum, introduce una innovación metodológica al incorporar ilustraciones de las brujas realizando el pacto con el diablo.

La brujomanía –en términos de Russell – vivió su período de mayor apogeo entre 1560 y 1660. En este marco, las persistentes tensiones entre católicos y protestantes fueron la causa más importante. Tanto la persecución eclesiástica de la brujería como la secular creció considerablemente en alcance y virulencia durante los mencionados años. Finalmente, en 1687 Luis XIV promulgó un edicto contra la sorcellerie, el tono era inusual y esperanzadoramente moderado; al tiempo que condenaba la brujería, hacía caso omiso de cuestiones como gatos, monjas livianas y otras fantasías lúbricas de la brujomanía.

Soplan vientos de cambio. Lo peor ya había pasado. Después de 1700, el número de brujas acusadas, juzgadas y convictas cayó rápidamente. El declive de la brujomanía es tan interesante como su auge lo había sido. A la postre, vale mencionar que en 1862, Jules Michelet publica La Sorciere, libro provocador y, al mismo tiempo, admirable himno a las mujeres. Michelet se rebela contra el lugar común de la tradición histórica y revaloriza la figura de la bruja. Así, ella, en palabras de Jean-Michel Sallman,: “… no era fea ni vieja, ni siquiera malhechora. Es, pura y simplemente, una de las encarnaciones de la Mujer, esa “madre, guardiana tierna y fiel nodriza” (1992:471).

En raras ocasiones un tema ha provocado tanta fascinación como la brujería. Sin embargo, hace unos veinte años se ha renovado profundamente su conocimiento, como si los historiadores sintieran que con ella abordan un capítulo fundamental de la historia cultural de Occidente, pues, que así sea.


Romina Tiecher

Bibliografía utilizada BRAVO LOZANO, J., (1999), “Minorías socioreligiosas en la Europa Moderna”, Madrid, Síntesis.- SALLMAN, J. M., (1992), La bruja; en DUBY, G. y PERROT, M., (dir.), “Historia de las Mujeres en Occidente”, España, Taurus, Tomo 3.- FRANCO RUBIO, G.A., (1999), “Cultura y Mentalidad en la Edad Moderna”, Sevilla, Mergablum.- RUSSELL, J. B., (1998), “Historia de la Brujería”, Buenos Aires, Paidós.-

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