Neonegacionismo: sobre guerrilla, desaparecidos y devaluación del pasado
I. La interpretación del pasado reciente vuelve a convertirse en un importante campo de batalla político e ideológico. La aparición en los medios de comunicación de figuras cercanas a la última dictadura, la presencia de furtivos panelistas en programas de televisión y radio, las columnas de opinión en diarios y revistas y los infaltables editoriales doctrinarios de La Nación, son apenas sus caras más visibles, casi siempre con una debilidad argumentativa que empobrece uno de los temas centrales de nuestra historia.
En verdad, la disputa no ha cejado nunca y es probable que jamás se clausure, pero sus implicancias sobre la conciencia y la memoria del conjunto social tiene consecuencias concretas en el aquí y ahora. La fallida intención del gobierno de Mauricio Macri en relación a la conmemoración del 24 de marzo es apenas una de las secuencias. Hay otras en que la suerte del gobierno nacional ha sido menos ruinosa, como la sistemática disolución y desfinanciamiento de programas vertebrados en el eje Memoria, Verdad y Justicia. En todos los casos, el combate de fondo es por la homogenización del sentido de nuestro pasado reciente. En otros términos, el combate es por la conciencia social, en el que las clases dominantes intentan imponer su dominio en el plano de las ideas a través del consenso, adoctrinando con los medios de comunicación masiva al conjunto social. De esta manera, en palabras del historiador George Rudé, “el pueblo participa voluntariamente en su propio sometimiento”, y así las clases dominantes se convierten en dirigentes.
En este contexto, los argumentos expuestos en programas de TV en contra de las organizaciones político-militares aparecen maquillados de pluralismo, invocando la necesidad de completar la memoria de los años setenta para denunciar los desmadres de una guerrilla perversa y el recuerdo de sus víctimas. Esta campaña incluye una clara minimización de la actuación de los dictadores, algunos negando un plan sistemático de exterminio ya probado judicialmente, y los más entablando una sórdida confrontación matemática, contabilizando las víctimas de la dictadura en desmedro de las cifras esgrimidas por los organismos de Derechos Humanos. En este caso ya no se trata sólo de la reivindicación de una memoria completa, sino, además, verdadera.
La campaña de devaluación del pasado señala el apoyo que sectores de la sociedad brindaron a las FF.AA, como si esto le diera consenso al terror estatal, o fuera posible concebir una dictadura democrática. Cabe preguntarse si los editoriales de La Nación escribirían lo mismo del advenimiento de Hitler, Mussolini y Franco, que llegaron al poder con importantes sostenes sociales. El soporte teórico de estas argumentaciones se remonta a la crítica conservadora de las revoluciones modernas, desde la toma de la Bastilla en 1789 a la Revolución Rusa, observando a las contrarrevoluciones y sus crímenes como respuestas legítimas a la violencia revolucionaria. Así, por ejemplo, el historiador Ernest Nolte caracterizó a la barbarie nazi como una reacción contra el comunismo. De igual manera, los devaluadores del pasado definen las prácticas criminales de la última dictadura como una reacción al terrorismo guerrillero. Todo ello revestido de un discurso moralista de límites precisos: la condena de la violencia, sin que importe su interpretación histórica y su dimensión política.
II. La salida del closet de la derecha pro-militar hizo circular sobre la opinión pública, a través de los grandes medios de comunicación e incluso con videos que llegan anónimamente a los celulares, una serie de inexactitudes conceptuales e históricas sobre el pasado reciente que vale la pena analizar. La primera tiene que ver con la reivindicación de la “memoria completa”, una imposibilidad concreta en tanto el ejercicio de la memoria está atravesado por el antagonismo. Toda memoria es selectiva por definición, de manera consciente o inconsciente, ya que poner en acto un recuerdo significa al mismo tiempo olvidar algo. Si la consideramos en su dimensión social, toda memoria está dividida de antemano, del mismo modo en que lo colectivo se constituye a través de múltiples fracturas de clase, de género, étnicas y políticas. Borges afirma que el olvido y la memoria son inventivas: el único personaje capaz de recordar todo era Funes el memorioso, una figura a la que, sintomáticamente, le costaba pensar, porque pensar era olvidar diferencias.
El pensamiento crítico, se sabe, produce profundas grietas en los relatos hegemónicos. Por eso, una clave en la ideología de la memoria completa es arrasar con distinciones y contextos, convirtiendo todo lo que toca en una misma equivalencia. De allí el afán por establecer una concordancia entre el terror estatal y el accionar guerrillero, como si la responsabilidad del Estado para emplear la fuerza pública fuera equiparable al uso de la violencia por actores de la sociedad civil. Aplicando el mismo criterio, el terror nazi sería comparable al levantamiento judío del gueto de Varsovia, y los nombres de los criminales de guerra deberían figurar junto a las víctimas de los campos de concentración en los memoriales del Holocausto. A los ideólogos de la memoria completa sólo les interesa establecer una misma identidad entre violencia estatal y violencia guerrillera, borrando de un plumazo las notorias diferencias de grado y naturaleza entre una y otra, en virtud de una supuesta paridad moral que abona el suelo fértil de la postpolítica. Si fuimos todos, nadie fue y todo termina en una gentil absolución en pos del diálogo y la convivencia social. Pero esto no resiste ninguna comprobación histórica.
III. Entre 1973 y 1976, sobre un total de aproximadamente 2.800 acciones armadas de la guerrilla y un número similar de acciones militares contrainsurgentes, las primeras no produjeron víctimas en aproximadamente el 80%; en las segundas el porcentaje es exactamente el inverso. A las más perversas y variadas torturas perpetradas por las FF.AA. y de Seguridad, detalladas ampliamente en el Nunca Más, se le opone el caso Larrabure, un militar secuestrado por el ERP sobre el que no hay evidencia contundente de que haya sido torturado y asesinado por esta guerrilla. A la desaparición de más de 500 niños, se le opone la responsabilidad de las organizaciones armadas en la muerte de entre 5 y 10 menores, que siendo trágicas y condenables, destaca inequívocamente la existencia de un plan sistemático de aniquilación del lado militar, y la ausencia del mismo en la guerrilla. A los 30.000 desaparecidos en aproximadamente seis años se le opone alrededor de mil víctimas de las organizaciones armadas en 24 años (1959-1983), aunque el conteo incluye casos como el del comisario Robles y Helena Holmberg, asesinados por las FF.AA. y de Seguridad en ajustes de cuenta internos atribuidos a la guerrilla. También se tienen en cuenta víctimas de atentados anónimos con explosivos, siendo conocido que la Triple A y otros grupos paramilitares los perpetraron en cantidad para forzar cambios en las cúpulas militares y la legislación represiva, en un período donde la conflictividad obrera había alcanzado expresiones alarmantes para las clases dirigentes. Por entonces Ricardo Balbín predicaba contra la “guerrilla industrial” y diversos sectores políticos denunciaban el “sovietismo” de los trabajadores argentinos, que lejos de tomar las armas, ocupaban las fábricas en defensa de sus reivindicaciones. El mismísimo dictador Jorge Rafael Videla destacó, en diálogo con Ceferino Reato, que el golpe de estado buscó por encima de todo disciplinar a la sociedad argentina, y particularmente a su sindicalismo más díscolo.
El debate sobre el número de desaparecidos, tal como lo plantean los ideólogos de la memoria completa, desplaza el problema caliente de las causas, los medios y los fines del terror estatal a una fría matemática de la muerte, degrada la calidad y la convierte en cantidad. Vale decir que el número de 30.000 desaparecidos es un cálculo de los organismos de DDHH, que con el tiempo se volvió en una cifra simbólica aceptada acríticamente por buena parte de la sociedad. Las “8.000 verdades”, esgrimidas por Gómez Centurión el año pasado, son las desapariciones documentadas por la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas (CONADEP) en los años ochenta, pero un cálculo del Batallón de Inteligencia 601, del cual no se puede decir que sea una parte interesada en sobredimensionar el número de víctimas, cifraba hacia 1978 en 22.000 los muertos y desaparecidos. Si los números de la CONADEP se remiten a los testimonios recopilados durante el juicio a las Juntas, cabe también realizar el ejercicio inverso: ¿por qué no pensar que los desaparecidos fueron más de 30.000, teniendo en cuenta las dificultades de los sectores populares para acceder a la justicia y realizar las denuncias? Hay más: relativizar el número de desaparecidos lleva a la inversión del status de víctima, al etiquetarlos como terroristas. Se estima que la guerrilla argentina tuvo en su mejor momento alrededor de cinco mil militantes, aunque no todos ellos eran combatientes, pero el terror estatal fue un proyecto de exterminio de la “subversión” que -invirtiendo la metáfora maoísta del guerrillero que debía moverse como pez en el agua- quería “quitarle el agua al pez”. Esto significó destruir los lazos de la guerrilla con los movimientos políticos, sociales y culturales no armados. Por esta razón, la mayoría de los desaparecidos fueron trabajadores, estudiantes, profesionales y religiosos, parte de una sociedad que se disciplinó con brutalidad. ¿O los padres palotinos murieron colocando explosivos? ¿O las comisiones internas de fábricas, delatadas por sus patrones y secuestradas por las fuerzas de seguridad, eran pelotones de combate? Cuando se homologa al desaparecido con el terrorista se reproduce el lenguaje represivo de los años setenta, una época en que las clases dirigentes veían terroristas por todas partes. Si recordamos los números de acciones guerrilleras que no tuvieron víctimas y el especial cuidado en los primeros tiempos para promover operativos “limpios” sin efusión de sangre, difícilmente podamos pensar a movimientos armados que desarrollaron su trabajo político en universidades, fábricas, villas y escuelas como terroristas.
IV. Las declaraciones de Gómez Centurión el año pasado, del Centro de Estudios sobre el Terrorismo y sus Víctimas y otros actores, no niegan que la dictadura secuestró y asesinó a miles de personas; no es que no deseen hacerlo, simplemente no pueden porque la verdad del terror estatal es el piso de evidencia y debate que dejaron la transición democrática y la lucha popular para juzgar a los responsables de violaciones a los DD.HH., de los años ochenta en adelante. El intento de nivelar la experiencia de las organizaciones armadas con las prácticas de la dictadura hay que entenderlas como expresión de una cruzada revisionista del pasado reciente que, en sus enunciaciones más extremas y menos públicas, caen en el negacionismo del terror estatal. En consecuencia, el revisionismo del pasado reciente que nivela a la guerrilla y la dictadura es un negacionismo políticamente correcto, disfrazado de pluralismo y memoria completa.
Todas las generaciones leen el pasado de acuerdo a sus coordenadas culturales, pero más allá de esta frontera el revisionismo y el negacionismo son operaciones historiográficas cuyo horizonte está determinado por parámetros ante todo ideológicos. Y esta operación ideológica es similar a la que practica la mirada neoconservadora de la Historia con otras violencias, como la del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial, cuando se intenta equiparar el terror nazi con la violencia antifascista. Como decía el historiador Giovanni Levi, los revisionismos de hoy devalúan el pasado porque muestran como negativas e iguales a ambas partes del conflicto. Esta imagen del ayer no restituye ningún equilibrio ni completa la memoria, sino que nivela posiciones al presentar la violencia de guerrilleros y militares como una sola e indistinguible aberración histórica, cargando el pasado de oprobio. Los setenta volvieron a convertirse para un amplio público en un terreno de disputa y arma del debate político, un lugar donde, como decía Walter Benjamin, “tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza”.
Esteban Campos (Historiador/UBA)
Gabriel Rot (Topo Blindado)