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de Omer Freixa

Guerreros disímiles: Mandela y Mugabe

Se cumplen cuatro años de la muerte de Nelson Mandela en su natal Sudáfrica. Días atrás el nonagenario e histórico mandatario de la vecina Zimbabwe, Robert Mugabe, con 93 años, el ex gobernante más anciano del mundo, se vio obligado a abandonar el poder tras 37 años. Ambos países comparten ubicación en el África austral y varias circunstancias históricas como haber sido colonias de asentamiento blancas, donde desde temprano una minoría de origen europeo ocupó el suelo y despojó de sus tierras a habitantes preexistentes segregándolos paulatinamente bajo un estricto régimen racial. La historia del Apartheid sudafricano dio la vuelta al mundo en su proceso de desmantelamiento y gracias al potente accionar de Mandela y su partido, el Congreso Nacional Africano (ANC, por su sigla en inglés), fundado hace 105 años.

Frente a un continente en el cual el estereotipo occidental privilegia la preeminencia de catástrofes, hambre, enfermedades, golpes militares y dictaduras, o bien paisajes primitivos y exuberante naturaleza, un poco de orden. En más de 50 países africanos, puede inferirse que la diversidad política es la pauta: desde asentadas democracias hasta regímenes personalistas que son la punta de lanza de las noticias más sensacionalistas. De un lado, Sudáfrica, uno de los muy pocos que no ha sufrido un golpe de Estado en África, por otra parte Zimbabwe, cuyo último episodio fue bien reciente, aunque el propio Ejército lo negara. Como sea, más tarde y mediante un juicio político expeditivo, un jurado depuso al presidente más anciano del planeta.


Mandela y Mugabe, varios puntos en común, aunque bastantes diferencias. Fueron líderes de la generación africana de independencias. Ambos partieron de sentirse molestos ante circunstancias parecidas, el oprobio en África de parte de las personas blancas a las africanas. Fueron dos personajes revolucionarios y osados que apostaron por cambiar la realidad. Llegaron al poder por la vía democrática, el sudafricano en 1994, rematando formalmente el Apartheid, el zimbabwense en 1980 al ser declarada la independencia del país tras una declaración unilateral (no reconocida) en 1965.


Una reconciliación pronto abandonada

Aunque luego los caminos divergieron, ambos apostaron por la reconciliación, o al menos Mugabe en sus inicios. Pese a los miedos de los blancos en Zimbabwe, y para su sorpresa, en su discurso de asunción el de Zimbabwe habló de reconciliar una nación golpeada. Parecía nacer un nuevo país tras los estragos de una guerra civil que le valió más de una década de encierro (1964-1974) al nuevo Primer Ministro. Al igual que Mandela, Mugabe fue aclamado como un héroe. El clima era entusiástico, el Primer Ministro integró cuadros de la gestión anterior y los países occidentales ofrecieron ayuda. Ese ambiente positivo duró varios años aunque se notó desde temprano la intención del líder de constituir un régimen de partido único y adueñarse del poder (gobernaba la Unión Africana de Zimbabwe, -ZANU su sigla en inglés-). Sin embargo, mientras intentaba encontrar un modus vivendi con la comunidad blanca, se mostró implacable con los oponentes negros, en particular con la Unión del Pueblo Africano de Zimbabwe (ZAPU, en inglés), partido del cual el ZANU fue una escisión años atrás, al que acusó de conspirar en su contra siendo que gobernaban en coalición tras un acuerdo.


Se produjeron purgas en las Fuerzas Armadas y asesinatos de civiles, al punto que en apenas unas semanas de 1983 fallecieron cerca de 2.000. La excusa de Mugabe para intervenir siempre fue la contra-insurgencia. Sucesivos episodios de violencia hacia civiles volcaron la balanza en su contra respecto de la opinión de la comunidad blanca y, por ende, aparecieron los sabotajes desde Sudáfrica. Mugabe los interpretó como ataques respaldados por los disidentes locales. Eso le valió de pretexto para declararle la guerra al blanco, basándose ante todo en el monopolio de la riqueza a la que accedió el último. En consecuencia, para 1983 casi la mitad de la población blanca había huido de Zimbabwe.


A resultas de varias campañas en su contra, con el ZAPU destruido, se constituyó el régimen monopartidista de facto que tanto anheló Mugabe, por lo que desde allí se concentró en acumular poder personal. A finales de 1987 fue declarado Presidente por el Parlamento, subordinándolo todo, y con capacidad de suprimir ese cuerpo. Al costado del mandatario se construyó un sistema corrupto en donde cada funcionario e integrante del partido rapiñaba un espacio en la lucha por la riqueza, que se hizo cada vez más frenética. Mugabe cada vez se tornó más autocrático y admirador del dictador rumano Ceaușescu. Prometía las glorias del socialismo mientras el despilfarro y la acumulación de la élite eran cada vez más groseros. Si bien mucha población africana fue instalada en tierras expropiadas a los blancos, la acumulación de los funcionarios y amigos del poder fue grandiosa. En materia internacional, el Presidente ganó notoriedad por sostener una campaña contra el Apartheid sudafricano.


La política de tierras fue uno de los pilares básicos del gobierno de Mugabe, en un gesto en pos de recomposición de la dignidad africana tan vapuleada por el colonialismo y la política segregacionista del pasado. En 1990 anunció la expropiación de 13 millones de acres de los ex colonizadores. Desde ya, parte de esa tierra pasó a formar parte de la riqueza de los amigos del poder en vez de ser destinada a pobres y pequeños propietarios, o gente sin tierra. En consecuencia, estalló un escándalo que, entre otros puntos, obligó a Gran Bretaña a quitar apoyo económico. El pueblo padecía una altísima inflación, creciente desempleo y el deterioro de los servicios más básicos, situación que fue empeorando con el correr del tiempo. Mugabe se aisló y negó la realidad, mal asesorado. Su respuesta fue culpar a los blancos de todos los males de allí en más. Se los atacó con más expropiaciones y más amenazas. Mientras tanto, la economía nacional se hundía y la disconformidad crecía. En 1988, ante incidentes generados por reclamos populares, se respondió con el Ejército.


En 1999 nació un nuevo partido, el Movimiento por el Cambio Democrático (MDC), una gran alianza que instó por la reforma constitucional a efectos de impedir una candidatura y reelección de Mugabe por un tercer mandato. Mientras tanto, el Presidente seguía culpando de la crisis económica a los blancos, especuladores, Gran Bretaña y los organismos internacionales de crédito. Al MDC el Presidente lo acusó de ser una avanzada de los blancos para favorecer su interés. La derrota de Mugabe en el referéndum por la reforma constitucional, según él, fue una coartada también de los blancos. La respuesta del mandatario fue atacarlos, sus granjas fueron invadidas y Gran Bretaña, la ex metrópoli denunció un contexto cada vez más alarmante. No conforme con la situación, Mugabe lanzó más anuncios de expropiaciones mientras que las proyectadas resultaron caóticas. El discurso del Presidente se volvió cada vez más incendiario. En diciembre de 2000, calificó a los propietarios blancos de “demonios”. Llegando a las elecciones presidenciales de 2002, inflamó a sus seguidores con un tono de guerra y reforzando la idea del blanco como el verdadero enemigo. La campaña provocó más confrontación y destrozos. Mugabe se llevó una victoria fraudulenta y condicionada por presiones al rival. Tras los comicios se desplegó una campaña violenta donde murieron adversarios políticos y 3.000 colonos blancos fueron compelidos a abandonar sus propiedades. Las mismas quedaron en poder del entorno del mandatario. Unas 7 millones de personas, la mitad de la población de Zimbabwe, se encontraron al borde de la hambruna. Mugabe convirtió el hambre en una herramienta política para conseguir crédito al ZANU-PF. A fines de los años 90 no solo los blancos emigraban, también en grandes cantidades los africanos y un segmento muy grande de la clase media. Al septuagenario no le importaba el costo de su orgullosa política nacionalista, un país en ruinas. Siempre verborrágico, en un discurso de 2003 comentó que no le importaba ser un “Hitler negro” con tal de mantener acallada a la oposición (y en 2007 agregó que el único blanco confiable era el que esté muerto). Así el país continuó su largo y penoso derrotero económico: en noviembre de 2008 tuvo un muy impresionante 79.600.000.000% de hiperinflación, la cifra más alta en lo que va del siglo XXI.


La reconciliación como el quid de la cuestión

Nelson Mandela, en contraste, buscó una política de reconciliación, enjuiciando a los responsables del Apartheid y buscando consenso entre las filas del enemigo. A diferencia de su par de Zimbabwe, se convirtió en ícono de la liberación de su país, transmitiendo un mensaje global de diálogo y paz y tornándose una destacada personalidad de renombre mundial, con lo cual eclipsó en fama a Mugabe, quien pudiera haber seguido sus pasos si no hubiese manejado el poder a su antojo. Al de Zimbabwe se le recriminó haber convertido al país en una ruina, tras haber ostentado la fama de ser un granero continental. Sin embargo, han pasado los años, la economía es calamitosa y la espiral inflacionaria sugiere a muchos el cruce con Venezuela, más el estilo autocrático y cleptocrático. A la esposa mucho más joven del ex mandatario, y otrora firme sucesora a la presidencia, la apodaron “Grace Gucci” por su gusto por la alta moda, mientras la mayoría de la población apenas vive con menos de 5 dólares diarios y varias monedas internacionales circulan como reflejo de una economía colapsada hace tiempo.


A partir del 10 de mayo de 1994, Mandela constituyó un gobierno de unidad nacional y se vio interesado en incluir a los grupos que la constitución no autorizaba. En su larga estadía en prisión, había estudiado a aquel segmento de la sociedad que las circunstancias obligaron a distanciarse, aprendiendo historia y cultura afrikáans (de los antiguos ocupantes boers, los primeros europeos en el arribo a Sudáfrica en el siglo XVII). Su objetivo fue humanizar a los adversarios, incluso a sus carceleros de origen bóer. A ellos invitó a la ceremonia del día de investidura del primer presidente democrático de Sudáfrica. A la larga, su política ganó a los afrikáans a partir de las grandes expectativas de resolución de los problemas nacionales. En lo que refiere al dilema resultante de la necesidad de dialogar con el enemigo, le comentó a la famosa Oprah Winfrey: “…teníamos que resolver ese dilema; nuestra decisión de dialogar con el enemigo fue resultado de anteponer la cabeza al corazón”. Además, se mostró orgulloso de haber apagado el incendio y de evitar una catástrofe previa a las elecciones del 27 de abril de 1994: “Ignoran los peligros que se cernían”, expuso ante una nutrida asamblea al año siguiente. Madiba (su nombre clánico) debió convencer a una nación del valor de la reconciliación pese a que no todo fuera perfecto y nadie hubiera preparado con antelación a las masas para ese camino. Previo al desmantelamiento del Apartheid y tras su fin la violencia no cesó, registrándose varios episodios violentos como la masacre de Richmond (1999) que enfrentó a partidarios del ANC con rivales de un partido aún más radicalizado.


En material personal, Mandela se manejó bajo un patrón de austeridad, por ejemplo varias tareas hogareñas se negaba a que se las hicieran otros, y siguió una pauta férrea de disciplina, la que impuso a rajatabla al interior del ANC sobre todo durante los largos años en los cuales este partido estuvo proscripto y Mandela fuera considerado un terrorista por quienes luego lo venerarían como ícono mundial. En términos de honestidad, la comparación reside en que el sudafricano dejó la presidencia al término del mandato en forma voluntaria, pues no buscó ser reelecto como Mugabe y, en el plano económico, no despilfarró. En cambio, para celebrar los 92 años del ex mandatario de la antigua Rhodesia del Sur se destinaron 800.000 dólares, a los 91 1 millón, etc.


Mandela fue fiel a su ideal de lograr la reconciliación en una Sudáfrica dividida por décadas y trabajar en pos de un futuro mejor. En marzo de 1996 escribió: “…considero que uno de mis cometidos más importantes es trabajar en aras de la reconciliación nacional y dejar a mi paso un país donde reine la paz duradera y donde todas las personas y colectivos del país convivan en mutua armonía, respeto y consenso nacional”. Antes de expirar su mandato se despidió en el Parlamento en marzo de 1999 y enunció logros y retos de su gestión. En relación a los segundos, que a casi 20 años de finalizado su mandato muchos continúan vigentes, dijo que eran: “…evitar la pesadilla de la extenuante lucha racial y el derramamiento de sangre y reconciliar a nuestro pueblo partiendo de la base de que nuestro objetivo primordial ha de ser superar el legado de pobreza, división e injusticia. Estos retos siguen estando ahí en tanto en cuanto aún hemos de reconciliar y curar nuestra nación; en tanto en cuando las secuelas del apartheid continúan latentes en nuestra sociedad y definen la vida de millones de sudafricanos como vidas de privaciones”. Palabras sabias frente a quienes no dejan traslucir un solo error o alguna carencia en su gestión a la hora de emprender balances.

Omer Freixa

Bibliografía consultada:

* Nelson Mandela y Mandla Langa (2017). El color de la libertad. Los años presidenciales, Buenos Aires: Aguilar, Caps. 10 y 11.

* Martin Meredith (2006). The State of Africa. A history of fifty years of independence, Great Britain: The Free Press, Cap. 33.

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