Marginales en España
El objetivo que se propone el presente trabajo es, por un lado, construir un relato histórico y abarcador de los diversos grupos marginales presentes en la vida urbana de las ciudades medievales castellanas entre los siglos XIV y XVII, por el otro, dar cuenta de que ciertos actores de ese "bajo mundo" tuvieron una participación activa en varios aspectos del funcionamiento de las urbes medievales de la región estudiada. Si bien la marca de la marginalidad tenía un peso negativo sobre las personas así catalogadas jurídica y socialmente, la misma no fue capaz de eliminar diversos mecanismos mediante los cuales pudieron estos sujetos llevar a cabo sus actividades, negocios, cumplir sus intereses, vincularse con personajes de variados estamentos y, sobre todo, sobrevivir en el día y la noche en condiciones poco favorables para una vida saludable y pacífica.
Dentro de este “bajo mundo” no todos tuvieron las mismas trayectorias para sortear el hambre y los peligros, tampoco eran iguales sus modos de vida, formas de relacionarse con la urbe y sus estamentos más altos.
La marginalidad tuvo sus especificidades en cuanto a tiempo y espacio, estos sujetos conocieron el funcionamiento específico de la ciudad en la cual operaban y funcionalizaron ese saber en pos de alcanzar sus metas perseguidas: la noche y las callejuelas, las esquinas y las sombras, las mancebías y la luz de la Luna son las coordenadas perfectas para centrar el análisis propuesto. Cabe mencionar que estos espacios y tiempos apropiados por los sectores marginados no estuvieron exentos de la injerencia del poder real y religioso, ambos son poderes preocupados por el "orden público" y el "buen funcionamiento de la sociedad" y que vieron en estos grupos focos de posibles disturbios y alteraciones de la vida urbana, pero el plan de corrección y contención ejercido sobre ellos no fue homogéneo y varió en función de tiempo, espacio geográfico y sujeto. Por ello veremos cómo la autoridad tuvo posturas que iban desde reglamentar y controlar ciertas actividades marginales, hasta atacar lisa y llanamente a otras.
Fruto de esa preocupación civil y moral por el orden social y el control de la marginalidad veremos cómo se crearon legislaciones, penas, castigos, edificios y puestos de trabajo que mantenían vivo al mundo urbano, ya fuese bajo la luz del día o del manto negro de la noche.
El sexo, un negocio y un foco de peligro social: prostitutas, rufianes, adúlteras, lujuriosos y sodomitas
“No hay ciudad en el mundo donde se ven más meretrices a cualquier hora del día. Las calles y paseos están llenos. (…) Estas pecadoras campan con entera libertad por Madrid porque las grandes damas y las mujeres de pie apenas salen”. Antoine de Brunel (1655)
Así como existieron los exitosos comerciantes y mercaderes de lana, textiles y productos agrícolas en las ciudades castellanas de Sevilla, Segovia, Cuenca, Toledo y varias más, también existieron en el mundo de los marginales aquellos que hicieron de su propio cuerpo el único negocio posible y efectivo para adquirir dinero que les permitiera sobrevivir y calmar el hambre, aún a sabiendas de que dicho trabajo les castigaba con la infamia derivada del ejercicio de ese modo de vida. El sexo como medio de adquirir dinero fue un método bastante presente en el mundo de las mujeres castellanas, sobre todo cuando las mismas se vieron expuestas a situaciones adversas y críticas como podían serlo el abandono del esposo, el enviudar y perder el apoyo de la fuerza de trabajo masculina, no poseer un ingreso estable y fuerte, quedar huérfanas desde temprana edad y no tener sostén familiar, entre otras. La prostitución se perfilaba como una salida posible para mantenerse vivas en una sociedad que no generaba muchas alternativas posibles. Los futuros ingresos de la prostituta iban a depender de factores físicos, su belleza frente a los ojos de la clientela, la edad, la habilidad con el maquillaje, y de factores externos, crisis económicas, la fama de la mancebía donde trabajara y la cantidad de pagos a diferentes individuos que intervendrían en su oficio. Un ejemplo de ello es la reconstrucción de la vida de la prostituta “Jusepa Rey” – Catalina García- que realizaron en su trabajo Moreno Mengíbar y Vázquez García[1]: dicha mujer terminó en el negocio del sexo luego de que su primer marido, un zapatero, la abandonara en Valencia sin volver a aparecer, Catalina creó su propia fuente de ingresos frecuentando las callejuelas y esquinas de la urbe sevillana y ofreciendo su cuerpo al mejor postor , al menos eso funcionó así hasta toparse con su futuro compañero y rufián, Juan Pérez.
El ejemplo anterior nos permite adentrarnos en la especificidad urbana de la prostitución femenina, con ello no queremos decir que en las zonas rurales no pudieran darse casos concretos de mujeres rentando el acceso carnal y pasional a su cuerpo a cambio de dinero o comida, sino que indagaremos en el funcionamiento de la prostitución reglamentada y “ordenada” por las propias autoridades concejiles de las ciudades con el beneplácito de la corona, es menester señalar que incluso los mismos Reyes Católicos (impulsores de reformas morales y religiosas en sus reinos) fomentaron la creación de mancebías oficiales para localizar y centralizar el ejercicio de dicha “profesión” y así tener una mejor administración y control de estas mujeres y de su clientela. El poder regio favoreció la creación de entramados legales de mancebías, el espacio propio y tolerado para esa actividad dentro de las urbes, en varias regiones de su reino como lo fueron Sevilla, Córdoba, Carmona o Madrid desde mediados del siglo XIV hasta la llegada de Felipe IV al trono, monarca que para el año 1623 ordenaba clausurar todas las mancebías castellanas por medio de una Pragmática Real.
Pero mientras la actitud de la corona osciló entre reglar la prostitución urbana y atacar a los rufianes y a las prostitutas que ejercían el oficio por fuera de los sitios estipulados y señalados, varios sujetos vieron la veta de beneficios económicos que se podían explotar: los rufianes, los alguaciles, el Ayuntamiento, los “padres” y “madres” de las mancebías, los nobles.
Producto de la propia historia de la conquista del reino de Granada hacia finales del siglo XV, varias fueron las concesiones que el poder regio otorgó a los nobles guerreros que la acompañaron en su campaña bélica, entre esas concesiones y beneficios la estirpe Fajardo logró obtener el monopolio de la prostitución oficial en la región andaluza y a Alonso Yáñez Fajardo le debían las gracias todos los hombres que recurrieron al placer y al sexo con las mujeres públicas de las mancebías de Málaga, Granada y Almería. Los ingresos que le generaba esta prerrogativa eran tan cuantiosos que Alonso delegaba el cuidado del negocio en un gestor al cual pagaba anualmente. En ocasión de su enfrentamiento con el Concejo malagueño, abierto en 1514, se le disputa el monopolio de una sola mancebía oficial y sólo logra cerrar ese conflicto en 1524 acordando arrendar la nueva mancebía del Consejo a perpetuidad, este episodio nos muestra la disputa por crear ingresos adicionales que perseguían las autoridades urbanas y el celo de mantener intocables sus prerrogativas nobles por parte de los Fajardo.
Como habíamos mencionado anteriormente, la prostitución urbana intentó ser reglamentada y controlada, estuviera bajo dominio de una familia noble, es decir, de un particular, o bajo la administración y explotación directa de las autoridades civiles de la ciudad. Entre algunos de los requisitos exigidos por las autoridades figuraban: haber tenido una reunión con funcionarios municipales, quienes intentaban disuadir de tal camino poco moral, para adquirir la documentación autorizadora, ejercer la prostitución solo en la mancebía autorizada, no trabajar los domingos, dormir en la mancebía por la noche, no trabajar por las calles y rincones de la ciudad, vestir diferencialmente con el medio manto de color amarillo hacia el siglo XVI y luego sustituido por el color negro hacia el siglo XVII, no usar sombrero ni guantes, tampoco tenían permitido el uso de zapatillas[2]. Ello las separaba de las damas de bien y facilitaba la tarea de reconocimiento de las mismas por parte de las autoridades urbanas, pero también funcionaban para marcar, mediante ropa específica, los “diferentes” “modelos de mujeres” que existían al interior de la urbe en una sociedad en la cual la información visual se codificaba rápidamente. Sobre estas pautas de vestimenta diferencial en la Madrid del siglo XVII explica Villalba Pérez lo siguiente: “En cuanto al mantenimiento de esa imagen diferenciada de las prostitutas, parece que la Sala intentó hacer cumplir las limitaciones que marcaban las leyes en sus vestidos, pues en el inventario general de las causas criminales aparece alguna dama cortesana encausada por vestir sedas y en los libros de la Sala pueden encontrarse peticiones de ex prostitutas para poder vestir seda”[3].
Pero varias de las reglas que fomentaba el poder secular para encorsetar la actividad de los burdeles eran quebrantadas y eludidas, varias prostitutas pagaban algún soborno al alguacil para que hicieran la vista gorda durante la noche y pudieran salir a buscar ingresos adicionales por fuera del recinto establecido y del tiempo permitido; las reglamentaciones también buscaron evitar el abuso por parte de los “padres”, quienes eran reconocidos por el propio Ayuntamiento, al endeudar a las mujeres brindándoles servicio de cama, ropa y comida, con ello buscaban las autoridades permitir que las prostitutas lograran, lo más pronto posible, dejar ese trabajo infame y humillante pero que resultaba “necesario” para evitar violaciones de niñas menores o de mujeres desprevenidas en zonas portuarias o comerciales donde la “demanda sexual” de los jóvenes y adultos se hacía muy presente. En ese aspecto, se “toleraba” y “controlaba” la prostitución de las mujeres por ser beneficiosa económicamente para determinados sectores sociales (eclesiásticos o el propio Ayuntamiento brindando el alquiler de instalaciones para el ejercicio de la prostitución), pero también por evitar pecados mayores y conflictos sociales al “desviar” las pulsiones sexuales hacia un espacio determinado y, en intenciones, vigilado y regulado.
Este afán de las autoridades por mantener el buen funcionamiento de la sociedad urbana y del reino en su totalidad lidió desde varios frentes con la cuestión del sexo y de la sexualidad de la población, si la cuestión de la prostitución fue abordada desde la “tolerancia” por los intereses variados que se tejieron en ella y por los efectos paliativos que podía tener sobre los disturbios que podían causar los impulsos sexuales no satisfechos de la población masculina también se pretendió educar y controlar a los propios jóvenes en el manejo de su comportamiento sexual y competitivo para evitar su degradación y mal desenvolvimiento social. En conexión con la cuestión de las mancebías oficiales, se reglamentaba en Castilla que solo podían asistir solteros ya que a ese sector insatisfecho sexualmente se intentaba controlar mediante la oferta de los burdeles, también las prostitutas debían ser mujeres solteras. La mujer adúltera, muy mal vista moralmente, podía ser asesinada por su marido y este podía presentar pruebas de haber sido “cornudo” frente a la justicia para no recibir pena alguna. Muchos rufianes atracaban clientes haciéndoles creer que la prostituta era su mujer, para no matarlos en defensa de su “honor” les exigían todo el dinero que tuvieran encima.
A la hora de instruir a la población juvenil, sobre todo a los varones, se nota la atención en el componente sexual: las advertencias sobre las pasiones desmedidas y sobre la lujuria como fuente de pecado y ruina son tajantes, si las autoridades buscaron el orden urbano mediante alguaciles, rondas nocturnas, vigilancia desde las murallas y puertas, también lo buscaron mediante la instrucción a temprana edad. Como se buscaba evitar que los varones cayeran y sucumbieran ante los pecados carnales y pasionales se los instaba, desde las propias autoridades eclesiásticas, a concretar el matrimonio y ser fiel a la mujer, en este sentido “…se repetía hasta la saciedad que una vez escogida la mujer idónea y tras casarse con ella, el hombre debía conformarse y dar debido cumplimiento a su pulsión sexual dentro del matrimonio y hacerlo ordenadamente”[4].
Si desde el poder secular se atacaban como delitos a los comportamientos sexuales por fuera de las normas establecidas- pensamos en la prostitución por fuera de las mancebías oficiales y el desafío de los alcahuetes y rufianes al monopolio de la prostitución reglada-, desde el brazo religioso se intentaba inculcar una moral a los jóvenes en la cual el comportamiento pasional llevaba al pecado y a la ofensa hacia las reglas divinas, eran comportamientos y pensamientos que ofendían a Dios y que afectaban a la sociedad, no solo al individuo. La injerencia religiosa en la vida sexual buscaba combatir esos aspectos que llevaban a comportamientos viles y propios de la influencia diabólica y antinatural: la sodomía, las posiciones sexuales antinaturales, el adulterio, la fornicación y la masturbación. Bajo esta óptica el comportamiento inadecuado de un sujeto podía tener serias repercusiones sobre su propia vida, como la pérdida de honradez, la pérdida de bienes, la castración, la infamia y la marginalidad, así como también podía provocar la ira divina y causar estragos en la vida del reino. En su estudio sobre la persecución de la sodomía, Solórzano Telechea muestra cómo los Reyes Católicos, hacia finales del siglo XV, mediante la Pragmática Real de 1497, utilizaron la figura del sodomita como aquél que peca y delinque contra la comunidad, contra el Bien Común del reino, su comportamiento sexual es un delito, incluso, de lesa-majestad y merecía no solo la marginación, sino también la peor pena posible: la muerte. En base a ello es que absorbe la corona una prerrogativa religiosa (castigar los pecados, pero sin poder aplicar pena de muerte) y exalta el caso a niveles antes no alcanzados por los fueros previos del siglo XIII que castigaban la sodomía[5]. Detrás de esa exaltación del pecado-delito estaba la justificación del poder real y su función de guardián del bien público mediante su accionar, pero para ello también se necesitó de la participación de las élites urbanas desde sus funciones de gobierno en los Concejos.
La acusación de sodomía fue incluso utilizada por los bandos nobiliarios en disputa al interior del gobierno urbano para desplazar y eliminar facciones adversarias, lo que importa aquí mencionar es que la infamia no moría con la ejecución del homosexual o la lesbiana, esa infamia y esa mancha se perpetuaban en sus allegados y en su familia lo cual generaba el engrosamiento de sujetos que padecían la “muerte social”: están desprestigiados, son impuros y contaminan la vida urbana, están incapacitados, en este caso, para crear vínculos beneficiosos.
Moriscos y esclavos: trabajo variado, precario y hasta “necesario”
Los moriscos y los esclavos estuvieron presentes en el reino de Castilla, incluso Pike[6] señala que su presencia en la urbe sevillana del siglo XVI se hacía notar por sus labores variadas en los campos, huertas, zonas portuarias, ventas ambulantes y trabajo doméstico.
Los moriscos, quienes fueron llamados así por haber sido instados a la conversión y adopción de la forma de vida y hábitos cristianos, cargaron con varias máculas sociales otorgadas por la sociedad cristiana. Si los comparamos con el grupo de las prostitutas, ellas no sufren el estigma de ser sospechosas de conspirar con los turcos para invadir el sur del reino, tampoco se sospecha de ellas cuando los ingleses atacaron Cádiz en 1596, menos aún se podía sospechar que las prostitutas tramaran planes de invasión a la península con los reinos del norte de África o con los piratas berberiscos. Pero si las prostitutas eran objeto de deseo y de placer, los moriscos eran objeto de recelo y desconfianza, la marginación a la que fueron sometidos estuvo vinculada a la historia de la reconquista peninsular y a las cargas ideológicas que la misma inculcó entre la población. Aunque toda esta marginación por parte de la cristiandad operó, y recrudeció con la rebelión de las Alpujarras (1568-1570), hasta su expulsión total en 1610, los moriscos se mostraron capaces de desarrollar tareas variadas, precarias en varios casos, y mantenerse como grupo solidario a su interior lo que generaba recelos en el grupo de los cristianos viejos. Por ello mencionamos anteriormente que no todos los grupos marginados tuvieron las mismas estrategias de supervivencia ni su marginación de la “buena sociedad” se daba por los mismos motivos. Pero todos influyeron en la vida urbana donde habitaron.
Los moriscos sevillanos se mezclaban muy bien entre los cristianos viejos y, a pesar de las condiciones insalubres en las que vivían, bien mantuvieron sus conocimientos y trabajos en materia de cueros, alfarería, trabajo sobre cobre y plata. En su contacto comercial con la vida urbana Domínguez Ortiz señala que sobrevivían comerciando con frutas, especies, panes, buñuelos y también se hacían presentes en las labores del puerto como cargadores; otro trabajo para el que eran requeridos se vinculaba con la jardinería por sus conocimientos y destreza[7]. Existió un trabajo que desempeñaron con excelencia, quedando su legado hasta el presente, el de “alarife” o albañil: trabajaban el azulejo, los techos y el yeso.
Sobre el grupo de los esclavos en la sociedad sevillana del siglo XVI, nuevamente recurriremos a Pike puesto que los incluye dentro del grupo que considera “desclasados” de la sociedad y de difícil asimilación. En su trabajo muestra detalles interesantes de las ocupaciones que llegaron a ejercer los esclavos, incluso aquellos esclavos negros del África en una sociedad repleta de prejuicios. Si bien no pretendemos matizar los efectos inhumanos de la esclavitud es llamativo el aspecto que recupera Pike sobre el trato dado entre amos y esclavos en Sevilla durante el siglo XVI: hay esclavos que se hacen cargo de los negocios de sus amos en América como agentes comerciales, velan por sus intereses, se escriben correspondencia, esclavas confidentes de sus amas, esclavos que son enterrados en los recintos sepulcrales de la familia propietaria, misas para los esclavos difuntos, etc. La siguiente cita de Pike nos permite ver cómo estos sectores, aunque marginados, resultaron cruciales para el funcionamiento de la urbe y sus negocios: “Algunas personas dependían totalmente de las ganancias producidas por sus esclavos; esta práctica añadió otra clase de trabajadores a la importante fuerza de trabajo no especializada de la ciudad. Eran frecuentes en el muelle de Sevilla, donde trabajaban como estibadores”[8]. También estuvieron presentes en el trabajo de los talleres de maestros artesanos, ayudantes en la fabricación de espadas y como vendedores callejeros. Sin bien la discriminación no les fue ajena, sí tuvieron una relación más cercana con la Iglesia debido a su apertura y predisposición a adoptar el credo católico. En comparación con ese aspecto, los grupos moriscos se resistían a abandonar sus prácticas religiosas antiguas en su vida privada, así como la existencia de la algarabía mantenía su lengua, y ello les valió una marginación más acuciada.
Delincuencia y cárcel en el Antiguo Régimen
En los apartados anteriores expusimos determinados grupos que, formando parte del mundo de los marginados, no necesariamente delinquían en todo momento. De hecho, una prostituta delinquía al tener sexo por fuera de la mancebía oficial y podía recibir por ello una pena corporal que funcionaba como castigo ejemplar y humillante, o podía tener que pagar una suma de dinero en función de su delito[9]. Ante esas situaciones también se juzgaba la responsabilidad de los alguaciles y funcionarios que debían velar por el respeto a la autoridad concejil y regia.
De los moriscos y los esclavos se expusieron también sus tareas y sus destinos diferenciados, el hecho de ser marginados no significaba que siempre ejercieran el delito como modo de vida, aunque nunca faltaba el tabernero que incitaba a un esclavo a robar y de su robo obtener ganancias, o el morisco empujado hacia el límite de sus condiciones de vida y que debiera robar para sobrevivir. Aquellos que sí hacían del delito su modo principal de vida pueden ser pensados como los ladrones, los asesinos y los estafadores.
El control del orden de la vida urbana, elemento que ya hemos mencionado, fue siempre un desafío a cubrir por parte de las autoridades locales y del poder regio, sobre todo cuando la noche caía y los malhechores daban rienda suelta a sus tareas. La elección de la noche como momento propicio para los asesinatos, el robo, el eludir el pago de impuestos por mercadería ingresada de contrabando a las ciudades, tenía su lógica debido a lo que Ezequiel Borgognoni llama “el manto del anonimato” que la oscuridad les otorgaba a los sujetos, pero también “…es importante resaltar que la criminalidad tenía asimismo sus espacios favoritos por excelencia en zonas marginales urbanas, despoblados y caminos”[10]. En estas sociedades donde el cara a cara era el común denominador, y donde al foráneo se lo reconocía prontamente, la necesidad de la noche se acrecienta y encuentra su lógica para la actividad delictiva.
El autor bien señala que en la noche “nadie se salvaba” por ser de un estamento alto o bajo, todos son víctimas potenciales, desde mujeres mandadas a asesinar por ser adúlteras, hasta ladrones de frutas y entrada ilegal de vinos a la ciudad para no pagar impuestos. Peña señala lo siguiente: “También tenía el delito un lugar y un espacio determinados, que frecuentemente condiciona la acción, y podía precisarse en dos zonas: dentro o fuera de la ciudad, delito urbano/ delito rural, en el que resulta complicado trazar una frontera clara de ambos mundos durante este periodo”[11]. Fruto de la preocupación por controlar a esta población delictiva es que los Concejos urbanos organizaron las rondas nocturnas de vigilancia de la urbe de forma obligatoria y como servicio a la comunidad por parte de los vecinos, esto nos muestra la ocupación de mano de obra debido al problema de la delincuencia y por las irregularidades en el orden social nocturno. Las medidas oscilaron entre la restricción a la circulación nocturna para cazar fácilmente a los malhechores, la prohibición de portar armas al caer el sol, la restricción del ingreso de forasteros y mendigos que eran comprendidos como focos de futuros problemas sociales.
Pero el caer en la prisión del antiguo régimen no implicaba buscar en los detenidos un proceso de reeducación del sujeto cautivo, más bien era un lugar de tránsito para varios reclusos hasta que los jueces dictaran su sentencia. Pero es al interior de las cárceles donde también se entretejen relaciones entre la población reclusa y los funcionarios del poder de vigilancia y castigo. Relaciones que no siempre están en concordancia con lo que esperaba la corona de sus servidores y representantes del poder central.
La reconstrucción de la vida al interior de las cárceles en tiempos de los Austrias que realiza De las Heras nos permite ver cómo de la población reclusa se obtienen beneficios que son absorbidos por los alcaides, pero también en esa población rea es en donde la corona nutre de remeros a sus galeras en el contexto militar del siglo XVII europeo. Las relaciones al interior de la cárcel nos traen a memoria ese tipo de relaciones extorsivas que entablaban los “padres” con sus prostitutas al proveerles de comida, ropa y cama puesto que en el mundo carcelario “el gran atractivo de las alcaidías radicaba en las grandes posibilidades de enriquecimiento que encerraban al permitir la práctica de extorsiones ilegales a los presos, las cuales se efectuaban diariamente en todas las cárceles con la más absoluta impunidad; porque los detenidos, privados de libertad y a merced de su carcelero, no podían denunciarlas”[12]. Y entre esas prácticas se hallaba el vender comida a los presos, alquilarles camas, permitir juegos a cambio de dinero, permitir la estadía de mujeres luego del horario de cierre de las puertas de la prisión (donde no solo concurrían esposas o familiares, también había presencia de mujerzuelas, lo que nos permite ver cómo se unían diferentes trayectorias en un espacio de poder secular).
Claramente, aquellos que contaran con el dinero necesario para tener el buen tratamiento del carcelero podrían hacer de su paso por la cárcel una estancia no tan traumática, pero sobre los pobres recaía la crudeza total del carcelero. Incluso en la reclusión el trato por nivel de riqueza seguía operando, la marginación operaba dentro de la propia población de reclusos puesto que se establecía una jerarquía en el trato dado a cada uno en función de esos niveles de beneficio que pudieran darle a la autoridad inmediata que estaba frente a ellos.
Para el control de los actos delictivos también fue necesario que el poder regio empezará a delimitar las áreas sobre las cuales tendría injerencia directa e incuestionable, puesto que varios reclusos solían escaparse no solo de las cárceles sino que también lograban escabullirse bajo la protección del asilo de las Iglesias para no ser ajusticiados, otros también encontraban lugar poniéndose bajo la protección de un señor ofreciéndose como fuerza para la lucha contra bandos nobiliarios opuestos, retomando a Peña: “Destacar en el Fuero Juzgo la Ley XVI del Título V, Libro VI, que intenta regular el asilo que dan las Iglesias a los homicidas, que sólo pueden ser expulsados con la aprobación del sacerdote una vez que le es comunicada la culpabilidad del reo, y sólo una vez fuera de la iglesia deben prenderlo”[13].
Conclusiones finales
La marginalidad a la que se vieron empujados diversos grupos en la sociedad castellana entre los siglos XIV y XVII estuvo dada por diferentes situaciones, desde cuestiones religiosas e históricas, hasta por condiciones raciales o por trabajos infamantes. No todo marginal optó por el delito como vía de sobrevivir en el bajo mundo, pero si todo acto delincuente se vinculaba con la pobreza y la marginalidad en la que vivían esos sujetos. Frente a ellos el poder concejil, regio y eclesiástico esbozó diferentes estrategias de solución.
David Basano
BIBLIOGRAFÍA GENERAL
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-Domínguez Ortiz, A., “Historia de los moriscos: vida y tragedia de una minoría”; ed. Alianza, Madrid, 1989.
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-Pike R., Aristócratas y comerciantes. La sociedad sevillana en el siglo XVI, Barcelona, 1978, caps. II, III y IV.
-Solórzano Telechea, J.A., “Poder, sexo y ley: la persecución de la sodomía en los tribunales de la Castilla de los Trastámara”, Clio & Crimen, 9, 2012, pp. 285-296.
-Vázquez García, F. – Moreno Mengíbar, A. “Formas y funciones de la prostitución hispánica en la Edad Moderna: el caso andaluz”, Norba. Revista de Historia, Vol. 20, 2007, pp. 53-84.
-Villalba Pérez, E. ¨Delincuencia, marginación y control del orden público en el Madrid del siglo XVII¨, en --Morán, M – García, B. (eds.) El Madrid de Velásquez y Calderón. Villa y Corte en el siglo XVII, Tomo I, Estudios Históricos, 2000, pp. 169-182.
Citas:
[1]Vázquez García, F. – Moreno Mengíbar, A. “Formas y funciones de la prostitución hispánica en la Edad Moderna: el caso andaluz”, Norba. Revista de Historia, Vol. 20, 2007, pp. 65-66.
[2] Pike R., Aristócratas y comerciantes. La sociedad sevillana en el siglo XVI, Barcelona, 1978, pp. 215-216.
[3] Villalba Pérez, E. ¨Delincuencia, marginación y control del orden público en el Madrid del siglo XVII¨, en Morán, M – García, B. (eds.) El Madrid de Velásquez y Calderón. Villa y Corte en el siglo XVII, Tomo I, Estudios Históricos, 2000, p. 179.
[4] García Herrero, M. C., “Vulnerables y temidos: los varones jóvenes como grupo de riesgo para el pecado y el delito en la Baja Edad Media”, Clio & Crimen, 9, 2012, p. 122.
[5] Solórzano Telechea, Jesús Ángel; “Poder, sexo y ley: la persecución de la sodomía en los tribunales de la Castilla de los Trastámara”, Clio & Crimen, 9, 2012, pp. 285-296.
[6] Pike R., Aristócratas, pp. 167-219.
[7] Domínguez Ortiz, A., “Historia de los moriscos: vida y tragedia de una minoría”; ed. Alianza, Madrid, 1989.
[8] Pike R., Aristócratas, p. 193.
[9] Sobre la cuestión del delito en la prostitución es necesario mencionar la postura ambigua del poder regio, puesto que si por un lado reconoce las denuncias morales que emitía la Iglesia al defender los valores morales y católicos, también convalida la consolidación de varias redes de prostitución en manos de autoridades concejiles y de familias nobles que luchaban por sacar tajada de las rentas generadas en las mancebías del territorio castellano. Esto, al menos, hasta la Pragmática de Felipe IV.
[10] Borgognoni, E., “El tiempo del delito en las ciudades castellanas a fines de la Edad Media”, En la España Medieval, 37, 2014, p. 226.
[11] Bernal Peña, J., “Golfines y asesinos. Marco legal del delito durante la Edad Media. Detalles de Murcia en el siglo XIV”, Miscelánea Medieval Murciana, 35, 2011, p. 41.
[12] de las Heras, J., “El sistema carcelario de los Austrias en la corona de Castilla”, Studia Historica. Historia Moderna, Vol. VI, 1998, p. 537.
[13] Bernal Peña, J., Golfines, p. 43.