Genocidio en Rwanda
A 23 años del horror en Rwanda, una de las peores atrocidades de la historia. Una operación genocida llevada a cabo en tiempo récord, con 800.000 muertes en apenas 100 días. La región africana de los Grandes Lagos ha sido una zona convulsa desde antaño. Burundi y Rwanda son terribles ejemplos de un grado de conflictividad extrema en África y en el mundo.
Estas páginas cumplen el objetivo de dimensionar el conflicto de Rwanda junto a la problemática más amplia, a nivel regional, de la violencia y el odio entre hutus y tutsis en los Grandes Lagos africanos. En especial, desarrollar lo ocurrido en Rwanda en 1994 pero sin perder de vista lo sucedido en la vecina Burundi, puesto que en esta última la violencia también asumió un cariz alarmante y su devenir histórico funcionó asimismo como disparador de la trama genocida hace 20 años en el país conocido como “el de las mil colinas”, Rwanda. Sin embargo, la situación en Burundi no atrajo tanto la atención mediática como el genocidio rwandés por el menor impacto cuantitativo en las cifras de afectados, si bien el factor común es el mismo, la pésima convivencia entre hutus y tutsis previa al estallido de los picos de mayor efervescencia social, primera mitad de la década de 1990, y algunas consecuencias que llegan hasta el presente.
Estas páginas analizan la situación de Rwanda y Burundi durante el primer lustro de la década de 1990, así como sus antecedentes y el recorrido histórico previo. Sin embargo, la conflictividad en el panorama regional no se cierra en 1994 sino que las repercusiones del genocidio rwandés, la cara más visible de la problemática regional sobre el problema entre hutus y tutsis (pero no la única), se han sentido en toda la región de los Grandes Lagos con posterioridad a julio de 1994, aunque por motivos de extensión esas consecuencias no serán desarrolladas aquí. Solo se acotará que el drama principal fue la denominada “Primera Guerra Mundial Africana”, o segunda Guerra del Congo, que en cinco años (1998-2003) dejó entre tres y cuatro millones de víctimas y reverbera actualmente, sobre todo en el este de lo que fuera el principal escenario de guerra, la más vasta República Democrática del Congo, vecina a Rwanda y Burundi. Es importante mencionar que los hechos de Rwanda sirvieron como caja de resonancia para la problemática posterior en la región de los Grandes Lagos que cumple 20 años de conflicto ininterrumpido.
La tesis de estas páginas es demostrar que Rwanda y Burundi deben ser comprendidas como una totalidad para entender la dinámica regional, puesto que el estudio por separado resulta un esfuerzo incompleto. Así es como no debe perderse de vista en el análisis la forma en que la menos difundida crisis en Burundi promovió la violencia en Rwanda (y los hechos en esta última tuvieron consecuencias en la primera), por ejemplo, llevando al episodio sin duda más conocido de toda la región, el genocidio rwandés de 1994. Finalmente, cerrará este trabajo con observaciones breves sobre la justicia y la reconciliación en ambos países tras los episodios de violencia.
A modo de introducción, debe partirse de las características de Rwanda y Burundi, muchas de ellas compartidas, aunque sus historias postcoloniales son bien diferentes. En cuanto a parecidos, la dimensión geográfica se aproxima: la superficie de Rwanda es de 26.338 km2 y la de Burundi algo mayor, con 27.834 km2. Para el período desarrollado eran los dos países de África de mayor densidad demográfica. La composición étnico-lingüística no es diversa y es la misma para los dos: el 85% hutu, 14% de tutsis y el 1% restante del grupo twa (más conocido como pigmeo). Finalmente, un elemento más de semejanza es el pasado colonial y su final, ambos países fueron primero colonias alemanas y posteriormente belgas, independizadas el mismo día, el 1° de julio de 1962, al disolverse el reino de Rwanda-Urundi y naciendo los dos países, el primero bajo la forma republicana y el segundo bajo una monarquía que duró tan solo unos años. Respecto a las diferencias tras las independencias, en Burundi los tutsis apenas se alejaron del poder (salvo breves intervalos) desde 1962 a 1993; mientras en Rwanda los hutus ocuparon el poder desde la Revolución Social de 1959 en que expulsaron del poder a los tutsis acabando con su monarquía, hasta 1994. El Front Patriotique Rwandais (FPR), creación de exiliados tutsis en Uganda, sería el grupo que permitiría que los tutsis se hicieran con el poder recién hace 20 años, tras el paso del genocidio rwandés y el desmantelamiento de 35 años de hegemonía hutu (Castel, 2009:53-54). Esta última fue la responsable de la matanza más mortífera en tiempo record de toda la historia africana.
Rwanda: un caldo de cultivo que llevó a lo inimaginable
Para llegar al año más fatídico, 1994, donde por primera vez desde el término de la Segunda Guerra Mundial se vio el asesinato en masa a una escala nunca vista, hay que repasar los antecedentes del genocidio ocurrido entre el 6 de abril y el 18 julio de ese año, donde unas 800 mil personas fueron eliminadas (Meredith, 2006:523). El genocidio sorprendió por su velocidad y que haya participado masivamente población civil en su cometido (Varela, 2000:470).
Los hutus llegaron al poder en 1959 y luego supieron manejar bien la administración nacional, una vez independizada la “Suiza de África”, en 1962, y dando una buena imagen internacional, aunque las tensiones eran inmanentes y la pobreza una realidad incontrastable. No obstante, entre 1965 y 1989 el PBI creció a un ritmo del 5% anual, la inflación se mantuvo baja (menor a 4% anual) y aumentaron la escolarización y el acceso a la salud pública (Meredith, 2006:486). La producción cafetera fue la base de la prosperidad y, maravillados por el progreso aparente, Bélgica (la ex metrópoli), Francia y Suiza colaboraron con generosas donaciones. En efecto, el porcentaje de la participación extranjera en el ingreso nacional pasó del 5% de 1973 al 22% en 1991. Sin embargo, los fundamentos del poder se vieron afectados por el racismo. Los hutus concibieron a los tutsis como enemigos ávidos por reimponer su hegemonía y trazaron una mitología que los convertía en los antiguos dominadores (provenientes del extranjero) que esclavizaron a los inferiores y nativos hutus, durante la era precolonial.
La era colonial construyó el mito de la división bipartita de dos razas bien diferentes en el territorio y dio la supremacía a los tutsis, si bien la distinción étnica no siempre reflejaba la realidad y es discutida actualmente por varios autores, en una jerarquía donde twas y hutus ocuparon la posición inferior (Álvarez Costa, 2011:188-189; Uvin, 1997:92; Varela, 2000:455). Como sea, en 1932 el Estado colonial categorizó formalmente lo que entendía eran tres razas, de acuerdo a signos morfológicos (Périès & Servenay, 2011:125). Previo a ello los viajeros europeos del siglo XIX comenzaron a difundir la idea de un origen camita de los pastores tutsis que los hacía superiores a los agricultores hutus. Esta “tesis camita” también se difundió para explicar otros reinos de la región de los Grandes Lagos. Llegó el siglo XX y esta explicación adquirió carácter científico apareciendo en libros de historia y, además, utilizada como propaganda política hutu para denostar y perseguir a los tutsis (Meredith, 2006:486; Varela, 2000:452). Se erigió el mito de que los hutus fueron siempre víctimas de los tutsis.
Desde esos basamentos, la “salida adelante” cuando aparecieron conflictos entre la élite hutu en época postcolonial (y también para distraer la atención sobre la pobreza del país) fue encender el odio contra la amenaza permanente representada por la minoría enemiga, estigmatizada como malvada y regente de un sistema feudal, del cual el dominio hutu sería superador. Pudiera creerse que la violencia étnica estalló en 1994 pero, no obstante, se registraron numerosos antecedentes desde la independencia. Al contrario, el período precolonial, según la tradición oral, casi no presenció guerras y fue de convivencia pacífica entre los grupos (Uvin, 1997:93, 98; Varela, 2000:454).
La independencia (julio de 1962) creó un marco novedoso pero ambiguo, a partir de la inversión de las relaciones de poder. Los blancos, anteriormente favoreciendo a los tutsis, poco antes de la emancipación, comenzaron a respaldar a los hutus, quienes se hicieron con el poder desde el advenimiento de la República, entre 1961 y 1962. En 1959 comenzó la “Revolución Hutu” (la idea de que Rwanda pertenece a los hutus, por siglos marginados por los tutsis), que marcó el debut de las matanzas crónicas en el país. Para 1962, dicha revolución había expulsado 130 mil tutsis a campamentos de refugiados en países vecinos, desde donde algunos grupos radicalizados planificaron incursiones para desestabilizar a los enemigos, ya dueños del poder, y restaurar la monarquía tutsi. Merece especial atención resaltar el hecho de que esos grupos se autodenominaron inyenzi (cucarachas), por analogía con el insecto que todo lo roe y echa a perder (Périès & Servenay, 2011:157-158). Décadas más tarde los hutus llamarían así a todos los tutsis para alentar el genocidio. Entonces, tales incursiones sirvieron de excusa para dar la orden de ejecutar a opositores tutsis en Rwanda. Veinte fueron eliminados y 10 mil civiles cayeron en varios puntos del país. Todo esto aumentó la popularidad del presidente Grégoire Kayibanda (1962-1973) (Meredith, 2006:487-488). Entre 1959 y 1963 la guerra interna, producto de la mentada Revolución, produjo el éxodo de entre 300 a 500 mil personas (la mayoría tutsi) que se radicaron principalmente en Uganda, hasta 1994. En 1963 una nueva guerra civil dejó un balance de 20 mil muertos. Los tutsis refugiados en el exterior lanzaron ataques entre 1962 y 1967, respaldados por los refugiados rwandeses en Uganda y grupos locales (Álvarez Costa, 2011:190). En total, al menos 30 mil tutsis murieron entre 1959 y 1963 (Uvin, 1997:96).
Un ejemplo de “salida adelante” lo aprovechó el presidente Kayibanda cuando su régimen perdía legitimidad. En 1972, volvió a cargar contra los tutsis. Surgió un sistema institucionalizado de discriminación que reforzó la división étnica. En una verdadera campaña de “purificación”, se impusieron cuotas y muchos tutsis perdieron sus empleos, entre otros perjuicios. Un ejemplo de cuota se dio en la educación popular. Se les impuso el acceso solo al 9% en la composición del alumnado. El resultado de estas medidas segregacionistas fue un nuevo éxodo tutsi (la cifra de refugiados se elevó a 600 mil) que tuvo como antecedente un genocidio olvidado en Burundi (donde, a la inversa, los hutus fueron las principales víctimas). Entonces, el racismo es de vieja data en Rwanda, y estas medidas se reeditarían en el prolegómeno del genocidio de 1994. Es fácil observar, además, que las ideas genocidas se presentaron muchos años antes en el discurso. Por ejemplo, en 1964 el presidente Kayibanda advirtió a los tutsis exiliados fuera del país que si tramaban el retorno provocarían que toda su raza fuera exterminada (Uvin, 1997:99-101; Périès & Servenay, 2011:178).
Las matanzas de 1972 explican en parte la caída del régimen de Kayibanda, que el 5 de julio de 1973 sucumbió a un golpe de Estado, orquestado por los hutus del norte resentidos por la política oficial y la decepción respecto a la expectativa en el ritmo de crecimiento económico. El golpe fue liderado por el jefe del Ejército, el general Juvénal Habyarimana, quien había coordinado las matanzas de tutsis ocurridas entre 1967 a 1973, detentando el cargo de Ministro de Defensa. Habyarimana forjó una dictadura y régimen de partido único muy rígido de una perfección rara vez alcanzada (Périès & Servenay, 2011:183), en que todo habitante de allí en más debía portar una credencial identificatoria (que especificaba grupo étnico) y suprimió la libertad de movimientos, como parte del proceso mencionado en el párrafo precedente. La restricción de los tutsis en la vida política se mantuvo, así como el sistema de cuotas. En el ejército les estuvo imposibilitado ascender a oficiales y casarse soldados hutus con mujeres tutsis. Como muestra de la inflexibilidad del sistema, Habyarimana fue electo presidente en 1983 (y reelecto en 1988) con el 99,8% de los votos (Meredith, 2006:490; Álvarez Costa, 2011:191; Uvin, 1997:98; Varela, 2000:459). El mandatario continuó favoreciendo a los hutus del norte durante todo el tiempo que permaneció en el poder y prosiguió una política discriminatoria, que ocasionalmente generó matanzas, para cohesionar “nacionalmente” a los hutus. Los disturbios introducidos por las persecuciones reflejaron más la debilidad del sector hutu hegemónico que la fuerza de los opositores, aunque de algunos de éstos emergieron posiciones radicales, a partir de la exclusión.
En 1978, con una nueva Constitución, el régimen adquirió el carácter de una perfecta dictadura militar normalizada (Périès & Servenay, 2011:199) y todo marchó viento en popa con la población absolutamente controlada. Pero a fines de la década de 1980 la economía no acompañó más la buena marcha de la gestión política, encausada por el partido fundado apenas llegado Habyarimana al poder en 1973, el Mouvement National et Revolutionaire pour la Democratie (MNRD), a la vez que se ensanchó la brecha entre la élite y la mayoría de la población. El régimen se topó con dificultades económicas debido a la caída internacional del precio del café (80% de sus exportaciones, según Varela, 2000:460), base absoluta de su prosperidad en los quince años precedentes. En 1986 se dieron los primeros signos, en 1989 el presupuesto debió ser recortado en un 40% y el PBI tuvo una estrepitosa caída del 5,7%. Donde más se sintió la crisis fue en el campo donde la escasez de tierra se combinó con un notable aumento demográfico (de 2 millones de habitantes en 1940 a 7 millones en 1990), resultando en una verdadera crisis alimentaria. Para 1985, conforme datos del Banco Mundial, el 40% de la población era pobre (Uvin, 1997:106). Debieron aplicarse programas de ajuste estructural, una tendencia de época.
Para comienzos de la década de 1990, sumado al plano económico alarmante, el político no estuvo mejor. El régimen asistió a una crisis de legitimidad, respecto a la corrupción del gobierno de Habyarimana y su mando dictatorial, alzándose críticas contra el sistema de partido único y exigiendo la separación entre partido y Estado, así como la convocatoria a una conferencia nacional junto al llamado a elecciones democráticas, en el contexto africano signado por la apertura democrática de la década de 1990. Los tutsis se unieron a estos descontentos (mayoritariamente hutus) protestando por el sistema de cuotas y las restricciones laborales. Pero, mientras la mayoría tutsi protestó, otros pasaron a la acción directa. En 1979 los exiliados habían comenzado a operar. En Tanzania un grupo tutsi fundó la Alliance Rwandaise pour l'Unité Nationale (ARUN) (Álvarez Costa, 2011:192; Varela, 2000:448, 463), la primera organización surgida en el extranjero y antecedente del Front Patriotique Rwandais (FPR), creado en 1987 en Uganda. El 1° de octubre de 1990 este último grupo de exiliados armados ingresó al territorio rwandés desde Uganda, en lo que fue el preludio de más de tres años de conflicto armado. También se trató de una operación desastrosa principalmente por el apoyo francés decidido (pero discreto) al régimen de Kigali (Périès & Servenay, 2011:230-231, 238), bajo la presunción de que el ataque proveniente de Uganda se trataba de un complot anglosajón para remover a los galos del equilibrio de poder en la región de los Grandes Lagos africanos (Meredith, 2006:493-494).
Como sea, la respuesta del gobierno fue de nuevo la represión, con 13 mil detenidos arbitrariamente, muchos torturados y decenas de muertos. A la sazón los refugiados en países vecinos (desde hacía tres décadas) sumaron medio millón, una de las principales comunidades de refugiados de África. Por su parte, esos refugiados no siempre fueron bien recibidos en los lugares de acogida, por lo que resultaron perseguidos. En Uganda, al calor de las vicisitudes locales, miles de tutsis, incluyendo uno que luego sería de carácter decisivo –Paul Kagame–, se unieron a la resistencia del frente sureño National Resistence Army, liderado por Yoweri Museveni y dispuesto a derrocar al presidente de facto Milton Obote (del norte), quien, llegado al poder a comienzos de la década de 1980, había iniciado persecuciones a los tutsis. Cuando Museveni conquistó el poder en Uganda, en 1986, unos 3 mil tutsis acompañaban su ejército. Como recompensa, decretó que los rwandeses con más de diez años de residencia automáticamente obtuvieran la ciudadanía ugandesa. Mientras tanto miles de tutsis refugiados exigieron retornar a la patria (el objetivo inicial del FPR), a lo que el presidente Habyarimana se excusó en que el país estaba superpoblado (Uvin, 1997:100-101).
El régimen se hizo más opresivo y los hutus minimizaron el conflicto aduciendo que se trataba de una invasión externa (la del FPR) y que estaba controlada. Francia ayudó notablemente a mejorar la capacidad represiva de Kigali tras los disturbios de octubre de 1990. De 9 mil efectivos para esa época ascendió a los 28 mil en 1991, entre otros aspectos, como la inversión en compra de armamento por u$s 100 millones en un país que tenía necesidades mucho más urgentes, con ayuda de otros donantes (Périès & Servenay, 2011:298). Sin embargo, Habyarimana, frente a la presión opositora, dio el brazo a torcer, y en junio de 1991 abrió el sistema multipartidario. En abril de 1992, tras un año de resistirse, formó un gobierno de coalición, otorgando el cargo de Primer Ministro a un opositor. Se suprimió la clasificación étnica que acompañaba a las credenciales identificatorias. Asimismo, con la intención de terminar de desmantelar los vestigios del régimen de partido único, líderes opositores contactaron con los rebeldes del FPR, uno de cuyos objetivos era la instauración democrática en Rwanda, mientras el grupo emprendía operaciones de guerrilla con escaso apoyo popular y de muy poca atención internacional, como toda la fase de guerra 1990-1994. Hubo miles de muertes rwandesas, sobre todo de tutsis (Varela, 2000:466).
La lucha armada quedó en un impasse al alcanzarse en julio de 1992 un acuerdo de cese el fuego. Habyarimana fue obligado a participar bajo presión internacional, a la vez que los sectores más reacios dentro de la conducción hutu, disgustados por este panorama de reforma, planificaron una contra-estrategia para recobrar el territorio cedido. Para la época aparecieron nuevas organizaciones progubernamentales y paramilitares de tendencia marcadamente reaccionaria, con la difusión de una prolífica propaganda antitutsi (Álvarez Costa, 2011:193). Por ejemplo, surgió el “Poder Hutu”, siendo el objetivo de este grupo expulsar a los tutsis de Rwanda y sus cómplices hutus. Réseau Zéro fue una organización terrorista que apareció ante la imposibilidad de vencer al FPR. Asimismo, se crearon las Interahamwe, una joven milicia autodenominada “los que trabajan juntos” y un nuevo partido político, el Comité por la Defensa de la República, entre otros. El objetivo del Comité era controlar las actitudes permisivas del gobierno hacia los tutsis y aliados, identificando al enemigo en dos grupos: el principal (los tutsis del interior y exterior que no reconocían la Revolución de 1959) y sus cómplices, denominados en la lengua local ibyitso (Périès & Servenay, 2011:277).
La prensa fue el principal medio para difundir el odio y, en fecha temprana como la primavera de 1992, el Embajador belga advirtió la intención de eliminar a los tutsis y de aplastar la oposición interna. Poco después de la invasión tutsi de 1990, un periódico lanzó un manifiesto por la doctrina de la pureza hutu listando los “Diez mandamientos hutu” (Meredith, 2006:497). El octavo invocó no tener piedad hacia los tutsis. En resumen, todo aquel que se involucrara con un tutsi sería declarado traidor. Esta proclama gozó del apoyo hasta del presidente mismo. La prensa y los líderes hutus jugaron la carta de hacer creer que los tutsis planeaban una matanza en masa de los hutus para recobrar el poder, perpetrando un genocidio, e invocaron principios de autodefensa para evitarlo. En cambio, algunos dirigentes hutus de renombre hicieron hincapié en aplastar a las inyenzi (cucarachas) del FPR y sus cómplices, los partidos políticos opositores. 1992 fue testigo de matanzas: un estimado de 300 tutsis murieron y más de 3 mil huyeron en el distrito de Bugesera. Un reporte sobre Derechos Humanos, elaborado por una ONG en marzo de 1993, hacía responsable a Habyarimana y su entorno de ejecuciones, torturas y otros abusos contra tutsis y miembros de la oposición, aunque tuvo escasa repercusión internacional y Francia siguió respaldando a Kigali sin vacilaciones. Muchos de quienes aportaron testimonios para colaborar con el informe recibieron represalias del gobierno porque éste no vio de buen modo que se hicieran averiguaciones en el país. De todos modos, ni el informe ni sus recomendaciones pudieron evitar lo peor por venir (Hayner, 2008:48).
En un contexto económico crítico, los Acuerdos de Arusha (firmados en agosto de 1993) proveyeron un aparente oxígeno político al implementar un gobierno de transición de unidad por no más de veintidós meses hasta la celebración de elecciones libres, mientras se reestructuraría el ejército e ingresaba una misión de Naciones Unidas (UNAMIR –por su sigla en inglés–, aunque de escaso peso militar y con todo tipo de falencias). Nada se cumplió porque Habyarimana logró truncarlos (Varela, 2000:470). El gobierno interino debía formarse en enero de 1994, pero el presidente puso más obstáculos. Esa reticencia fue la que radicalizó al FPR y lo llevó a operar militarmente con el objetivo, en principio, de repatriar a los rwandeses de los países vecinos (Álvarez Costa, 2011:193). El conflicto armado no se resolvió, al contrario, más tarde se regionalizaría, a diferencia de lo ocurrido en Burundi.
Habyarimana firmó los acuerdos solo para ganar tiempo a la par que los sectores más recalcitrantes se opusieron a su firma por temor a la pérdida de privilegios (Varela, 2000:469) y lo criticaron duramente, cuando ésta implicó, entre otros puntos, la previsión de desmovilización de 16 mil soldados, base de la dominación del partido hutu (en el poder desde 1959). Los incidentes en la vecina Burundi, con el asesinato del presidente hutu Melchior Ndadaye (como se desarrollará posteriormente), convencieron aún más a la dirigencia hutu rwandesa de que los tutsis aspiraban a la dominación completa a todo costo. Así, sectores conservadores de los hutus se alistaron tras el “Poder Hutu”. La propaganda antitutsi se intensificó, con el lanzamiento de “Radio-Televisión Libre de las Mil Colinas” (Meredith, 2006:501; Varela, 2000:467), una inventiva del grupo de choque Akazu (del entorno de la mujer del presidente), señal dedicada a transmitir música pero, también, cumplió el fin de preparar a la población para el futuro genocidio, acompañado (fuera de la radio) por la coordinación de un plan de autodefensa que consistía en la distribución de armas de fuego y machetes. En efecto, entre enero de 1993 y marzo de 1994 Rwanda importó más de 500 mil de los últimos, cifra record en la historia del país (Périès & Servenay, 2011:308). Las Interahamwe reclutaron más gente y elaboraron listas para identificar al “enemigo” y sus cómplices. Para 1994 sus filas contaban con 300 mil integrantes (Álvarez Costa, 2011:193).
A principios de enero de 1994 el ambiente que anunciaba algo mucho peor se hacía sentir. Por caso, Rwanda se armaba y, a pesar de la pobreza generalizada de comienzos de los 90, este país fue el tercer importador de armas de toda África, tras Nigeria y Angola, en el período 1990-1994. Para testimoniar el grado de tensión existente, un análisis de la CIA preveía que los Acuerdos de Arusha fracasarían (estaba en lo cierto) dando lugar a matanzas que dejarían al menos medio millón de muertes. En enero de 1994 observadores de Naciones Unidas reportaron que extremistas hutus organizaban matanzas en gran escala y un grupo de disidentes advirtió al jefe de la UNAMIR, tras matanzas en el norte, que más violencia se desataría y que los líderes más destacados de la oposición estaban marcados para darles muerte. Romero Dallaire, el líder militar de la ONU en el país, pidió refuerzos para prevenir lo advertido, pero su solicitud fue desestimada. Mientras tanto, las Interahamwe continuaron entrenándose, armándose y alardeando con ser capaces de eliminar mil tutsis en tan solo veinte minutos. Dallaire volvió a advertir al mando central que las milicias hutus referidas estaban planificando una campaña de “limpieza étnica”, una vez más bajo la indiferencia y el efecto de la reciente debacle norteamericana en Somalia que alentó a los hutus a continuar el plan genocida, ante la pasividad de los Estados Unidos (Meredith, 2006:504-505).
Faltaba solo una chispa para encender la mecha que iniciara el genocidio. Esto fue el presunto asesinato del presidente Habyarimana quien selló su sentencia de muerte al decidir participar en el diálogo puesto que faltaba poco para la implementación de los Acuerdos de Arusha (Álvarez Costa, 2011:194; Uvin, 1997:111; Varela, 2000:470). Al respecto, el 6 de abril el presidente rwandés viajó a Dar es Salaam, capital de Tanzania, a una cumbre de líderes de África, bajo la lluvia de críticas de los sectores más duros entre los hutus que lo denostaron por prestarse a la firma de los Acuerdos. Contra todo pronóstico, el avión fue derribado por dos misiles provenientes de colinas vecinas al predio del palacio presidencial, donde el artefacto se desplomó y no hubo sobrevivientes. También lo acompañaba el nuevo presidente de Burundi. El retorno de ambos mandatarios implicaría la aplicación de los Acuerdos, objetivo del viaje. Esta desgracia, entre acusaciones cruzadas entre extremistas hutus y el FPR, más todo tipo de hipótesis (Périès & Servenay, 2011:16, 320, 324), continúa sin ser esclarecida y, dada a conocer por la Radio de las Mil Colinas, fue la luz verde necesaria para el inicio del genocidio (si bien todo estuvo planeado con antelación).
La muerte del presidente Habyarimana dejó un vacío de poder que fue resuelto el 9 de abril con la composición de un nuevo gabinete formado por los genocidas. Las primeras víctimas del plan asesino estaban digitadas en las listas elaboradas meses antes y la libreta del coronel Bagosora es una de las mejores pruebas de la premeditación de los asesinos, que arrancó con anotaciones desde comienzos de 1993 (Périès & Servenay, 2011:279). En las listas referidas figuraron hutus moderados, entre éstos, el presidente de la Corte Constitucional y un ministro que amenazó con clausurar la Radio de las Mil Colinas. Simultáneamente a todos ellos, comenzó la matanza de tutsis, también marcados, por lo que fueron asesinados en sus hogares por bandas armadas con garrotes, cuchillos, machetes, o en las barricadas de las rutas impuestas para evitar las huidas. La Radio repitió la consigna todos los días: “Las tumbas no están llenas aún” (Meredith, 2006: 509), preguntando quién se ofrecería para cumplir la labor, exigida casi como un deber patriótico y muchos clérigos se unieron a la prédica racista (paradójicamente la mayoría de los asesinatos tuvo lugar en iglesias), si bien otros religiosos ofrecieron refugio a los perseguidos. Los hospitales no fueron seguros, muchos médicos se unieron a las hecatombes, incluso asesinando a madres incrédulas que confiaban que por tener un bebé no les harían daño.
Las matanzas se sucedieron a lo largo y ancho del país, mientras el FPR de Paul Kagame adujo que debía intervenir si no se ponía fin a éstas y, al respecto, el 8 de abril anunció el retorno a la guerra y el avance hacia la capital Kigali. El primer atisbo de los gobiernos occidentales fue el de evacuar a sus ciudadanos, a los que se sumaron miembros de Médicos Sin Fronteras, el día 10. La misión de la ONU estuvo estupefacta –e inoperativa como siempre–, siendo un reflejo de ello que diez integrantes belgas hayan perecido en la violencia ilimitada de esos días por lo que, la jornada del 12, el gobierno de Bruselas decidió retirar su contingente de la UNAMIR por motivos de seguridad (Varela, 2000:471; Périès & Servenay, 2011:321), dejando a los civiles indefensos. Tras su partida, el 19 de abril, en apenas unas pocas horas, 2 mil murieron. Todavía quedaron 30 mil rwandeses bajo la protección del cuerpo pero, sin los belgas, cuando el 21 desde Nueva York se tomó la decisión de retirarlo completamente, solo apostando 270 hombres, una cifra nimia y la esperanza perdida en detener el genocidio.
Por semanas continuó la cacería de tutsis en cada metro cuadrado del país, coordinada por los comités de autodefensa civil. En la primera semana las Interahamwe, con apoyo de la población local, asesinaron entre 10 mil a 12 mil personas en tan solo un distrito, Kigarama, mientras en la prefectura de Kibungo (lindante a Tanzania y una posible vía de escape) del 10 al 30 de abril murieron 82.431, sobre una población del orden de los 700 mil (Périès & Servenay, 2011:355, 359). Los relatos de crueldad narrados por los sobrevivientes se multiplicaron. A fines de abril el FPR avanzó hacia el sur del país controlando áreas del este y causando el éxodo de amplias masas de hutus hacia Tanzania, por temor a las represalias por el asesinato masivo de tutsis cometido. En un solo día se movilizaron 250 mil hutus hacia la frontera dejando en el camino los instrumentos con los que perpetraron el genocidio: palos, machetes, cuchillos y lanzas. Este nuevo éxodo causó más impacto mediático en el exterior que el anterior.
Pronto se desplegaría una nueva misión internacional, mientras los integrantes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas desconocían lo acontecido en Rwanda y vacilaban frente al fracaso en Somalia el año anterior. Por su parte, Francia negó que fuera un genocidio inclinándose por la tesis de la guerra civil, todo ello para cubrir a los genocidas hutus, sus aliados. Estados Unidos se mostró precavido frente al uso del término acuñado en 1948 porque si lo hacía, tendría la obligación humanitaria de intervenir y no quiso hacerlo considerando la debacle en Mogadiscio meses atrás. El 29 de abril el Consejo de Seguridad llegó a la conclusión de que lo acontecido en el país africano eran crímenes de un grupo étnico hacia otro y que deberían ser penados con todo el peso de la ley internacional. La reacción fue el envío de una nueva segunda misión de Naciones Unidas (UNAMIR 2), con 5.500 efectivos. Una vez más se asistió a un fracaso estrepitoso: no hubo hombres ni suministros desplegados, lo que dominó fue la vacilación. La idea norteamericana fue el despliegue en la periferia del país por el miedo argumentado de que los efectivos quedarían inmersos en el enfrentamiento en Kigali entre el FPR y las fuerzas gubernamentales. Finalmente el 8 de junio el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó el ingreso de UNAMIR 2, a casi más de dos meses de iniciadas las matanzas, mencionando muy poco la palabra “genocidio” (Meredith, 2006:518). El primero en reconocer un genocidio fue el Vaticano bastante antes, el 27 de abril (Périès & Servenay, 2011:391).
La situación bélica progresó a comienzos de junio para el FPR de Kagame, cuando obligó a las fuerzas hutus a retirarse a su enclave del norte, Gisenyi, tras la captura de Gitarama. Asimismo, a fines de mayo el grupo tutsi se hizo con el control de vastas áreas de Kigali, incluyendo el aeropuerto internacional, y más de la mitad del territorio nacional. Preocupada por la situación, Francia anunció por su cuenta una misión de intervención cuando la de la ONU aún estaba en ciernes. Lo que preocupó a París fue la posibilidad de que el gobierno interino (no reconocido como genocida por Francia) pudiera ser derrotado, y lo frenaría a todo costo (al punto de apoyar a los victimarios). En suma, el presidente Mitterrand estuvo dispuesto a no permitir un triunfo del FPR de Kagame. La Opération Turquoise (Meredith, 2006:519; Varela, 2000:448; Périès & Servenay, 2011:409), con 2.500 efectivos bien equipados, y bajo la fachada de los intereses humanitarios, se trató más de un operativo de despliegue militar contra el avance del FPR, en el que colaboraron antiguos asesores militares del fallecido presidente Habyarimana, que de una misión de protección a civiles. El presidente francés ofreció colocar la misión al servicio de Naciones Unidas pero hubo negativa, a pesar que el organismo internacional la reconoció el 22 de junio. Por otra parte, la Opération Amaryllis, dispuesta por Francia entre el 9 y el 14 de abril, evacuó 1.238 personas, 454 de ellas franceses, incluyendo a la familia del presidente Habyarimana (Périès & Servenay, 2011:383).
Las tropas francesas fueron muy bien recibidas por los hutus y en muchas zonas su llegada posibilitó continuar con las matanzas antes de que fueran detenidas. En general, los franceses mostraron muy poca predisposición para desarmar a las milicias hutus y/o las barricadas pero algunos efectivos franceses se indignaron porque la idea con la que viajaron era muy diferente a lo que encontraron. Los hutus habían aniquilado a los tutsis, y no al revés. El 4 de julio el FPR ocupó Kigali (Périès & Servenay, 2011:368, 418). A eso siguió la huida masiva de grupos de hutus al vecino Zaire. Se calcula que en dos días se movilizaron un millón de personas. Entre los civiles se mezclaron los genocidas y su armamento. Las últimas emisiones de la Radio de las Mil Colinas generaron pánico y terror al difundir la idea de que los tutsis eran malvados que querían ver muertos a todos los hutus, algo de lo que muchos franceses estuvieron convencidos por mucho tiempo. Los miembros de la Opération Turquoise no se detuvieron en arrestar a los asesinos en su paso hacia el exilio, por lo que Francia protegió a los perpetradores del genocidio. La comunidad internacional también se comportó irresponsablemente. Negando el cometido del último, ofreció ayuda a los migrados hutus y el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, al reproducirse múltiples imágenes de los campamentos de refugiados, calificó la situación como la peor crisis humanitaria de la época. En definitiva, Naciones Unidas miró para otro lado al momento del genocidio pero luego no tuvo reparos en organizar una misión de colecta para la crisis humanitaria orquestada por los genocidas huidos (Meredith, 2006:522).
El 18 de julio el FPR tomó el último reducto hutu al norte del país, con lo que Kagame dio por terminada la guerra civil y, a la vez, esa efeméride es considerada el final del genocidio, que se prolongó por espacio de catorce semanas. Al día siguiente Francia reconoció la victoria del grupo de Kagame y anunció la retirada de sus tropas para fines de agosto. Se estableció el enjuiciamiento de los criminales de guerra (a fines de octubre eran 6 mil los detenidos acusados de participar en las matanzas) y sobrevino un gobierno de unidad nacional, haciéndose eco de los Acuerdos de Arusha del año anterior, pero con una salvedad, el partido hutu MNRD quedó excluido de la nueva configuración política. Doce de dieciocho ministros eran tutsis y el presidente también, un familiar de Habyarimana opuesto a él, Pasteur Bizimungu, quien sería secundado por el propio Kagame en la vicepresidencia.
La herencia del genocidio más rápido de la historia fue tenebrosa. En cien días pereció un estimado de 800 mil personas, cerca del 75% de la población tutsi, incluyendo muchos jóvenes, el 53,8% de las víctimas era menor de 24 años (Meredith, 2006:523; Périès & Servenay, 2011:371). La infraestructura quedó hecha añicos, más del 60% de las cosechas se perdió y cerca de 2 millones de rwandeses pasaron a ser desplazados internos. En agosto de 1994 eran 4 millones los desplazados al exterior, incluyendo un millón en Zaire, es decir, más de la mitad de la población rwandesa había abandonado su hogar desde abril. En definitiva, el genocidio convirtió a Rwanda, según el Banco Mundial, en el país más pobre del mundo (Álvarez Costa, 2011:194-196).
Si bien el genocidio concluyó en julio de 1994, no así el conflicto. Es decir, las consecuencias del primero influyeron en toda la región de los Grandes Lagos africanos en los años siguientes. El tema de los refugiados y desplazados se hizo central. Desde sus bases en Zaire, los genocidas refugiados buscaron volver al poder lanzando ataques contra el régimen de Kigali y, asimismo, los tutsis refugiados debieron cruzarse de nuevo con los verdugos de sus familiares, amigos, etc., descontando que las condiciones de vida en los campamentos de refugiados eran deplorables. Mientras tanto, el gobierno de Rwanda pedía que los exiliados volviesen, sin ánimos de revancha, pero la mayoría hutu se mantuvo fuera (unos 2 millones, frente al retorno para 1996 de 600 mil refugiados tutsis). Para finalizar, puede argumentarse, en orden a comprender el genocidio, que éste no fue causado por un odio atávico (una disputa tribal o étnica como se lo presentó en primera instancia) sino por el accionar de una élite engarzada en la disputa moderna por el poder y la riqueza, utilizando y manipulando el antagonismo étnico como arma principal, con complicidades externas (Meredith, 2006:487; Álvarez Costa, 2011:194).
Burundi: una guerra civil poco conocida pero no menos importante
El colonialismo belga incentivó, al igual que en Rwanda, la división entre hutus y tutsis, y creó un ejército esencialmente tutsi, que luego de la independencia se involucraría muchas veces en el panorama de tensión política y social. De todos modos, el predominio tutsi es anterior a la llegada de los europeos (Álvarez Costa, 2011:233-234). En Burundi se dio una relación de fuerzas inversa a la presente en el caso de Rwanda, donde en esta última la minoría tutsi fue marginada. Al contrario, en Burundi la mayoría hutu gran parte del tiempo fue apartada y si dominó el gobierno, realmente el dueño del poder fue la minoría tutsi, amparada en el ejército. La historia del país desde la independencia ha sido más turbulenta que la de Rwanda. Dos de los tres Primeros Ministros fueron asesinados, se dieron siete gobiernos en rápida sucesión y tres golpes de Estado: 1966, 1976 y 1987.
La primera crisis estalló en 1965 al negarse el rey a nombrar un Primer Ministro hutu. El mismo año un motín en el ejército ejecutado por hutus trajo aparejada represión contra los oficiales de esa extracción étnica. En total, por los enfrentamientos murieron quinientos tutsis y cerca de 5 mil hutus. Al año siguiente, la llegada al poder del general Michel Micombero, un tutsi, acompañó la idea de remover de una vez por todas la amenaza hutu, por lo que sobrevinieron matanzas indiscriminadas hacia los hutus. En 1972 éstos se alzaron incrementándose la represión estatal en una de las peores olas de violencia del África poscolonial, y lo que algunos especialistas denominaron más tarde un “genocidio selectivo” (Meredith, 2006:488) considerado el cataclismo en el origen de las tensiones étnicas, aunque fuera olvidado. Desde esta perspectiva, debe considerarse que el primer genocidio en el África poscolonial ocurrió en Burundi y no en Rwanda (Lemarchand, 1998:5). La élite hutu en 1972 fue prácticamente eliminada y, pese a los pocos estudios del tema, las cifras de muertos fluctúan entre los 100 mil y 300 mil (Périès & Servenay, 2011:185). Un número similar se refugió en Rwanda y, por su parte, los tutsis sufrieron entre 10 mil a 15 mil bajas. Las acusaciones mutuas entre Bujumbura y Kigali fueron algo común. Burundi acusaba a Rwanda de respaldar el levantamiento de hutus de Burundi y la segunda de ayudar a los refugiados tutsis.
No sería hasta la década de 1980 que los hutus progresivamente comenzaron a integrarse a la vida cívica de Burundi a partir, primero, de una política de “reconciliación nacional” lanzada por el régimen tras los violentos choques de 1988 (20 mil muertos según el conteo máximo, entre hutus y tutsis) y, segundo, de una “transición democrática” desde 1992 (en forma similar a como se vio en Rwanda) acompañando el proceso de democratización en África al término de la Guerra Fría. La política de liberalización política y económica data de 1987 (en el contexto del gobierno militar del mayor Pierre Buyoya) con la idea de lograr el retorno de los exiliados y la creación de un Comité de Salvación Nacional. En 1989 se dieron las primeras medidas con la entrada de hutus al gobierno y a la administración (no así al ejército). En 1991, a través de la Carta de Unidad, se llamó a la reconciliación entre hutus y tutsis, que fuera aprobada por la vía del referéndum nacional, con un 89% de votos a favor (Álvarez Costa, 2011:234).
Las primeras elecciones multipartidistas se llevaron a cabo muy rápido, el 27 de junio de 1993, y fueron un éxito presidencial y parlamentario para el Front pour la Démocratie au Burundi (FRODEBU), el principal partido opositor. Pero todos los cambios indicados no removieron las ansias de los grupos extremistas ni el clima de violencia étnica presente en los años 1991 y 1992. Por su parte, las élites políticas y los militares tutsis, alterados por la pérdida de sus privilegios históricos, reaccionaron tres meses más tarde con un golpe de Estado, el día 21 de octubre. El primer presidente hutu del país Melchior Ndadaye, que llamó a un Gobierno de Unidad Nacional, fue asesinado en un intento de golpe (junto a otros líderes políticos) por oficiales tutsis extremistas del ejército e incidentes se saldaron con las vidas de decenas de miles de tutsis y hutus. Unos 300 mil de estos últimos se refugiaron en el sur de Rwanda, difundiendo lo que había ocurrido con los desafortunados y generando pánico (Meredith, 2006:500; Périès & Servenay, 2011:287). Entre octubre de 1993 y el 31 de enero de 1995 murieron cinco gobernadores provinciales y muchos administradores de distrito, mientras que desde el golpe de octubre de 1993 hasta 1994 fallecieron 50 mil personas. El asesinato del presidente marca el inicio de la guerra civil en Burundi, que actuó como una caja de resonancia de lo que al año siguiente sucedió en Rwanda y elevó la desconfianza al máximo en la minoría tutsi en ambos países. La violenta reacción hutu se explica en base al recuerdo de los hechos de 1972, un genocidio olvidado (Lemarchand, 1998:6). La violencia previa al inicio del conflicto civil hizo temer a los países vecinos algo peor, pero en la práctica poco se hizo para evitarlo (Álvarez Costa, 2011:231-232).
Con el putsch de octubre los sectores dominantes coincidieron en que se ingresó en un impasse constitucional al que hubo que dar salida. Hubo consenso sobre la idea de que las elecciones generales eran imposibles de ser llevadas a cabo con cerca del 20% de la población desplazada o en el exilio como resultado de la violencia. Entonces, en orden a romper el impasse, la Asamblea Nacional aprobó una enmienda constitucional permitiendo al Parlamento elegir al sucesor de Ndadaye, quien fuera Cyprien Ntaryamira del FRODEBU, por el voto mayoritario de 78 de 79 miembros entre el partido hutu y el tutsi Union pour le Progrès national (UPRONA). Pero la votación fue impugnada y la falta de acuerdo entre hutus y tutsis provocó que la asunción de Ntaryamira ocurriera recién el 5 de febrero de 1994 y pocos días después la formación de un nuevo gobierno (Reyntjens, 2009:34-36). Pese a los cambios, la paz no llegó y lo anterior no resolvió la crisis constitucional. Por ejemplo, el FRODEBU creó milicias como reacción al accionar de extremistas tutsis y el Parti pour la libération du peuple Hutu (PALIPEHUTU), radical y sospechoso de recibir apoyo rwandés, entre otras agrupaciones, se opuso a toda forma de coparticipación del poder (Álvarez Costa, 2011:238; Lemarchand, 1998:11).
El deceso del presidente en el mismo avión en el que viajaba con su par rwandés, Habyarimana, el 6 de abril, provocó más tensión y desacuerdo, que no fueron resueltos hasta una nueva enmienda constitucional el 23 de septiembre de 1994, con el objeto de ocupar el cargo vacante tras la muerte de Cyprien Ntaryamira. El panorama de todo el período reseñado nunca dejó de tener todo tipo de intimidación hacia el FRODEBU, desde violencia urbana hasta una campaña de terror hacia los hutus por parte de grupos extremistas tutsis. El partido tuvo dificultades para detentar el poder. Muchos sectores opinaron que era necesario el diálogo para lograr la reconciliación y superar el vacío de poder. En mayo de 1994 la Conferencia Internacional para el Diálogo Nacional había expresado ese parecer y en septiembre de ésta emanó la Convención Nacional (firmada por 13 partidos) y la elección de un nuevo presidente, Sylvestre Ntibantunganya. Según la última, los partidos opositores detentarían el control del 45% de las carteras ministeriales, el cargo de Primer Ministro e igual porcentaje en las administraciones provinciales y locales (Álvarez Costa, 2011:237). De todos modos y una vez más, este acuerdo no sirvió para detener la violencia. En octubre continuó el vacío de poder. La acusación permanente fue que el partido en el poder organizaba matanzas contra la minoría tutsi.
A diferencia de Rwanda, aquí la mayor parte del tiempo los hutus fueron blancos permanentes de la política represiva del Estado y de las tácticas paramilitares. Uno de los objetivos principales fue el de debilitar al principal partido hutu e impedirle ser parte del gobierno (como al opositor UPRONA), una táctica que fue aumentando en intensidad a lo largo de 1994 y 1995 hasta el punto de paralizar la vida política. Un ejemplo de lo último aconteció con la sucesión del vocero de la Asamblea Nacional, cargo disputado entre FRODEBU y UPRONA, una querella institucional que comenzó el 1° de diciembre de 1994 y finalizó el 12 de enero del año siguiente con un triunfo relativo del UPRONA y decenas de muertos en choques en las calles de la capital Bujumbura durante diciembre. El 15 de febrero de 1995 el Primer Ministro Anatole Kanyenkiko presentó la renuncia tras ser criticado por su propio partido, el UPRONA, tras jornadas de manifestación en su contra, a las que se sumaron otros grupos opositores. La cúpula del partido se vio invadida por elementos jóvenes y radicales, y la militarización del país avanzó durante 1995 y el año siguiente, lo que intensificó la represión hacia elementos del FRODEBU. A mediados del último año veinte de sus parlamentarios estaban muertos o exiliados (Reyntjens, 2009:38).
La guerra civil no decreció en intensidad. En 1995, entre 15 mil a 20 mil civiles encontraron la muerte. La mayoría de ellos fueron hutus asesinados por el ejército y las milicias tutsis, incrementándose las cifras sobre todo durante la segunda mitad de ese año (Reyntjens, 2009:40). En 1995, una propuesta de Naciones Unidas para formar una comisión de la verdad tropezó con mucha resistencia puesto que se pensó que eso sería llevaría a conferir amnistía a los victimarios. Se reemplazó la idea por la de creación de una comisión de averiguación que, al contrario, gozó de un apoyo mayoritario y en pocos meses se creó una Comisión de Averiguación Internacional (Hayner, 2008:52). Pero, por lo visto, la solución al conflicto estaba lejos, en efecto, sería un mal que recién acabaría en 2005, con más de 200 mil muertos desde 1993 (Álvarez Costa, 2011:231) y que concitó en cierto grado la atención internacional, aunque con escasos resultados. La relación entre Rwanda y Burundi fue de ida y vuelta. Los tutsis de Burundi no desearon parecerse a los del país vecino, gobernados por la mayoría hutu, y menos acabar masacrados en apenas tres meses, de lo cual se explica la continuación de la guerra civil más de una década, pensada como una suerte de estrategia de supervivencia. Asimismo, la mayoría hutu veía la posibilidad de gobernar Burundi como lo hacían los hutus de Rwanda. Finalmente, las brutales matanzas de hutus en 1972 incidieron en Rwanda al enfatizar un sentimiento predominantemente antitutsi que condujo al golpe de Estado de Habyarimana en 1973 o, posteriormente, a la adhesión a las Interahamwe (Lemarchand, 1998:5-6, 10). El factor psicológico reforzó todos los miedos tras décadas de conflicto, tanto en Burundi como en Rwanda.
Conclusión: dos traumas. Reconciliación pendiente
Si bien el genocidio en Rwanda y la guerra civil en Burundi concluyeron oficialmente en 1994 y 2005, respectivamente, de algún modo psicológicamente no se cierran, puesto que las consecuencias de semejantes traumas perduran. Se trata de la espinosa cuestión del reconocimiento, la justicia y la reconciliación. Por caso, hay hutus en Rwanda que no reconocen la existencia de un genocidio y tutsis en Burundi que no recuerdan que una élite recurrió al exterminio de hutus para consolidarse en el poder (Lemarchand, 1998:7). No obstante, la justicia transicional de cada país ingresó en el terreno para dar visibilidad a los actos y castigar a los victimarios. Pero la diferencia radica en que en la primera los tribunales tradicionales, denominados en kinyarwanda gacaca (surgidos en 2001, aunque unos pocos son previos), funcionaron y se sumaron al Tribunal Penal Internacional para Rwanda (TPIR) junto a los tribunales ordinarios, mientras que el proceso en Burundi siquiera ha podido ser iniciado. De los muchos acusados por la justicia a nivel internacional, Rwanda comparte con la ex Yugoslavia la mayoría de los pocos casos juzgados por delitos de guerra (Hayner, 2008:39).
En el caso rwandés no se siguió el modelo sudafricano de conceder el perdón a cambio del reconocimiento del daño causado, sino que se buscó el castigo. Los delitos juzgados cubrieron desde el inicio de la guerra civil (1° de octubre de 1990, día del inicio de la ofensiva del FPR) hasta el 31 de diciembre de 1994, a diferencia de la labor del TPIR (que abordó solo ese último año). Los gacaca acercaron la justicia al ciudadano común porque son organismos que beben de la tradición y rompen la idea de división bipartita imponiendo una noción de nueva identidad colectiva que aglutinaba a todos los rwandeses por igual. Sin embargo, se les ha criticado que fueron un medio del poder tutsi actual para juzgar con más peso a los victimarios hutus, quienes cargan con la responsabilidad del genocidio, antes que a las víctimas de la venganza (es decir, del período a partir de la llegada del FPR al poder). Muchas voces críticas se alzaron en Rwanda indicando que los gacaca no lograrían instalar la reconciliación porque lo que se juzgó es principalmente “el genocidio contra los tutsis” (Castel, 2009:58). Como sea, estos tribunales funcionaron hasta junio de 2012 y en cerca de 11 mil de éstos fueron juzgados poco más de un millón de genocidas (de casi 2 millones de acusados), mientras para 2001 solo 6 mil personas de 120 mil detenidas habían sido juzgadas por los tribunales ordinarios. La particularidad del genocidio rwandés (a diferencia de tantos otros) es que en el gacaca desfilaron no solo oficiales, sino también gente del común, acusada de delitos (Brouwer & Ruvebana, 2013:938-940).
Respecto de Burundi, en los acuerdos previos a la paz del 2000 se firmó el restablecimiento de los bushingantahe (tribunales tradicionales) junto a la creación de una Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) y un Tribunal Especial (TE). No obstante, la justicia transicional ha estado bloqueada por los dirigentes del país, responsables de delitos cometidos durante el transcurso de la guerra civil (1993-2005). Asimismo, se planteó difícil el establecimiento de los procedimientos con un alto nivel de impunidad tal que llevó a matanzas en 1965, 1972, 1988, 1991 y 1993. Otra complicación, los bushingantahe (34 mil en 2001), si bien se consideran un medio apto para la resolución de disputas como forma tradicional, están formados por tutsis, por lo que la parcialidad es vista con mucho recelo, al igual que la corrupción (Kohlhagen, 2010:119). Finalmente, dentro de esos tribunales existe una diferencia entre los rurales y los urbanos, estos últimos muy politizados (Castel, 2009:59). Desde las matanzas que sucedieron a la muerte del presidente Ndadaye, el gobierno del país pidió a Naciones Unidas el establecimiento de una Comisión Internacional de Investigación a fines de 1993, pero el Consejo de Seguridad vaciló en crearla por el miedo a generar más violencia. Finalmente, la creó casi dos años después, en julio de 1995. Un informe emanado de la misma debía hacerse público tras diez meses de investigaciones pero un golpe de Estado derrocó al gobierno y lo retuvo. La violencia ininterrumpida no ha podido poner en práctica las recomendaciones de tal reporte (Hayner, 2008:106-108).
Si bien los caminos de la justicia tradicional y la reconciliación han sido distintos en Rwanda y Burundi, es conveniente concluir estas páginas pensando si el objetivo es posible en dos territorios de una muy elevada densidad demográfica. En Burundi el proceso quedó prácticamente trunco mientras que en Rwanda las cifras de juzgados hablan por sí mismas, los gacaca facilitaron la justicia a quienes de otro modo no hubieran podido acceder a ésta, y la percepción del proceso es buena en líneas generales. No obstante, las críticas y otros hechos desafortunados hacen pensar un resultado lejano a la perfección. Por ejemplo, el carácter laxo de muchas de las condenas y que, asimismo, varias no reflejan la gravedad de los crímenes cometidos. Por otra parte, las disculpas no fueron sinceras en muchos casos (o algunos no pudieron perdonar o lo hicieron porque no quedó más remedio), las reparaciones no fueron pagadas en numerosas ocasiones (o parcialmente) y, lo más preocupante, se dieron asesinatos de sobrevivientes y testigos antes o después de dar testimonio. Entre 1995 y mediados de 2008, se registraron 167 casos de lo último. Tras eso, se reforzaron las medidas de seguridad (Brouwer & Ruvebana, 2013:951, 953, 955, 957, 961, 967). Entonces, frente a todos estos percances, es posible plantear la duda para el caso rwandés, y la certeza para el de Burundi. Según una opinión de experto, en 1998 la noción de la culpa colectiva pareciera ser el principal obstáculo para lograr la reconciliación (Lemarchand, 1998:11). Tal vez esta frase muchos años después no haya perdido vigencia. En definitiva, la reconciliación es un proceso aun no cerrado (Brouwer & Ruvebana, 2013:976).
Omer Freixa
Bibliografía consultada
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