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Omer Freixa

Mirar atrás, Argentina y la soberanía nacional

El 20 de noviembre de 1845 la fuerza naval de la Confederación Argentina, también denominada Rosista en honor a su máximo dirigente, Juan Manuel de Rosas, se batió a duelo a orillas del Paraná frente a la anglo-francesa. Los defensores de este controvertido personaje histórico han interpretado su gesto como una loable defensa de los intereses patrios al punto que, en 2010 y desde ese año, el gobierno de turno llamó a conmemorar el Día de la Soberanía Nacional (observado desde 1974) en calidad de feriado.


Infinitud de controversias


Sobre Rosas, denominado “Restaurador de las Leyes”, gobernador de la Provincia de Buenos Aires y representante de la Confederación Argentina en lo que duraron sus dos gobernaciones (1829-1832 y 1835-1852) se ha escrito mucho y los enfoques difieren.


Como estanciero que adquirió fama y fue sumando poder a lo largo de la difícil década de 1820, llegó a la cúspide del mismo con una sola intención: mantener el orden. Esa meta se transformó en una obsesión para garantizar la paz tras una década que comenzó como finalizó: en forma dramática, con el fusilamiento del popular caudillo federal Manuel Dorrego, a quien Rosas reivindicó en tanto motivos ideológicos y cuestiones personales.

Una interpretación histórica explica que Rosas dividió a la sociedad entre los que mandaban y los que obedecían. En esta interpretación, este líder transformó la Confederación, como terrateniente que era, en una suerte de mega estancia, de lo que se deduce una sociedad preparada para recibir órdenes y ser fiel al ideal rosista de conservación a ultranza del orden. En suma, no se trató de un líder popular, sino de un personaje que defendió solo los intereses de los de su clase, la terrateniente.


En cambio, para quienes menos lo aprecian, Rosas fue no más que un vil carnicero oportunista que se hizo del poder para imponer su reinado de terror y se rehúso a un arreglo constitucional en el país. Los desmanes de la Mazorca, la fuerza parapolicial y de choque del régimen, así lo atestiguan. Documentación de la época ofrece ciertos testimonios que avalan juegos de bolos con las cabezas de las víctimas de la persecución, entre otras barbaridades similares. Quien llegó al extremo de las descripciones fue el Dr. Ramos Mejía que tildó a Rosas de enfermo, de “loco moral”, una persona incapaz de sentir temor y remordimiento, como los de su tipo. En el momento más álgido de la represión que afrontó su régimen, los años 1838 a 1842, asediado el régimen por múltiples amenazas como el bloqueo naval francés y la invasión del General unitario Lavalle, entre otras, no se discute que el gobierno cobrara miles de vidas en defensa propia.


Hay una última posición, la revisionista, que reivindica a Rosas, un próspero ganadero, y lo concibe en tanto garantía segura en defensa de lo nacional. Esta posición, argumentada por historiadores argentinos como José María Rosa, el más reconocido, vio en el Restaurador a un líder carismático, popular y nacional, un garante de la paz. Al punto que esta corriente histórica ha construido un eje valiéndose en dos figuras históricas claves, como José de San Martín y Juan Perón. Se trata del eje San Martín-Rosas-Perón, en una línea nacional y popular. Es la continuidad y la lectura histórica del gobierno de turno, por ejemplo, en convertir en día no laboral al 20 de noviembre o al crear el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico “Manuel Dorrego”, en 2011.



Faceta rosista menos conocida


Dentro de todas las corrientes enunciadas, en el rescate positivo de Rosas como un líder popular y carismático, sobresale una impronta que ha sido ocultada y/o menospreciada por generaciones posteriores de historiadores e intelectuales. Es la que refiere a la relación con los sectores bajos y, en particular, con los afrodescendientes. El Restaurador de las Leyes cosechó una muy buena relación con estos últimos, si bien hubo quienes se le opusieron. Por otra parte, Rosas fue acusado de la posesión de esclavos, si bien en sus estancias mantuvo afros libres a los que rindió muestras de cariño y respeto. Los afrodescendientes sirvieron de buen modo a las armas e incluso hubo batallones exclusivos de éstos en época del rosismo.


En los candombes se desenvolvió la verdadera fiesta rosista. Estos bailes tuvieron su apogeo en la época de domino del Restaurador. Su esposa, Encarnación Ezcurra y la hija del matrimonio, Manuelita, favorecieron estas celebraciones. Esta última incluso bailaba con los hombres negros para alentar el disgusto en los enemigos, los unitarios. De más está decir que Rosas ganó muchas críticas por acercárseles y compartir momentos con gente de bailes “repugnantes y lascivos”, según un testigo crítico. Sin embargo, don Juan Manuel hizo oídos sordos ante esos planteos y no tuvo reparos en reunir a los afrodescendientes en sus Naciones (grupos de pertenencia).


Una ocasión muy particular fue el 25 de mayo de 1836 cuando, en virtud del festejo patrio más importante, el líder congregó más de 6.000 morenos y mulatos en la Plaza de Mayo. En general, ante toda reunión y candombe la sensación en las filas enemigas era de la miedo e irritación frente a semejantes manifestaciones que prometían, a su entender, el desborde social, una verdadera invasión africana, y que en reiteradas ocasiones habían sido prohibidas. No obstante, el rosismo las promovió sobremanera. Una de las cuestiones que más enojó a los apodados por el régimen “salvajes unitarios” fue que Rosas mismo y sus familiares participaran en las procesiones. Estos bailes fueron manifestaciones del poder del Restaurador y muestras de reafirmación de la legitimidad de su gobierno. Asimismo, también se llevaron a cabo al momento de anunciar y celebrar victorias del último.



Epílogo


Pero la “fiesta” llegó a su fin en 1852, cuando la batalla de Caseros obligó a Rosas a abandonar el poder y exiliarse en Gran Bretaña. Las consecuencias que padecieron los afrodescendientes desde allí fueron negativas. Los unitarios que, a partir de ese momento tuvieron terreno libre para emprender sus proyectos de Nación, construyeron un relato nacional con la mira puesta en el modelo europeo y la blancura indiscutible. La relación de los afros con Rosas, uno de los múltiples frentes del ataque unitario, sirvió luego para marginarlos y hacerles mala fama, llegando al extremo de invisibilizarlos en el relato de Estado-Nación, como una forma extrema de racismo. Los escritos y testimonios de la época dieron cuenta de la extinción gradual del grupo, haciéndose eco de la necesidad funcional de la élite de blanquear al país y postergar a determinados sectores de las clases populares que habían gozado de amplios beneficios, por primera vez en la historia, en la etapa culminada. Si para los unitarios Rosas era la barbarie en persona y su período una época siniestra, sus seguidores quedaron asociados a estas imágenes negativas, incluyendo los afrodescendientes. Tanto odio a Rosas generó rechazo hacia estos últimos y el olvido de su presencia en la historia argentina para terminar confinándolos al pasado colonial y referirlos como los “primeros desaparecidos”. Sin embargo, no sería la última vez que los sectores populares tuvieran tanta empatía con el poder, aunque fuera una historia posterior, del siglo XX.


Omer Freixa.

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