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Matías Oberlín

El Salvador: la industria del miedo

“Los tristes más tristes del mundo,

mis compatriotas,

mis hermanos”

Roque Dalton


El Salvador, bautizado por Gabriela Mistral como “el pulgarcito de América” es el país más pequeño del continente. Sus escasos 21 mil kilometros cuadrados no solo están saturados de decenas de volcanes, sino que la densidad poblacional es también la más alta de América con sus casi 7 millones de habitantes.


Hasta el siglo XIX la producción principal del país fue el añil, un tinte de un azul profundo que se extrae de una planta indigófera. Pero ya a finales del XIX una serie de leyes promulgadas por Rafael Zaldivar expropió al campesinado y a los indígenas de sus tierras. Una serie de familias obtuvieron los beneficios de la expropiación y los créditos para sembrar lo que muchos años después uno de los ideólogos de la guerrilla, Rafael Arce Zablah, denominaría “el grano de oro”, el café. Hacia 1920 la oligarquía cafetalera, conocida como “las 14 familias” ya estaba definitivamente consolidada.


“La reforma agraria” se convirtió entonces en la bandera más importante de las clases subalternas. En 1932 el General Maximiliano Hernandez Martinez ordenó la represión y la masacre del campesinado indígena, acusándolo de “comunista” tras el levantamiento a finales de 1931. El miedo se convirtió en el principal articulador social a partir de ese momento cuando más de 30 mil campesinos indígenas fueron asesinados, siendo el epicentro la región occidental, como Izalco, Sonsonate, Juayúa, Santa Tecla. Los indígenas abandonaron los hábitos, la lengua, el atuendo, por el terror de la masacre del ’32.

Los gobernantes se sucedieron uno tras otro sin que cambiara –salvo breves períodos de excepción- la institución de su procedencia, las fuerzas armadas, hasta que a fines de los ‘70 la situación se volvió incontenible. En esos años se fundaron las organizaciones armadas Fuerzas Populares de Liberación, el Ejercito Revolucionario del Pueblo y la Resistencia Nacional, luego se sumarían el Partido Comunista y el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos. En octubre de 1979, pocos días después del triunfo Sandinista en Nicaragua, un grupo de jóvenes oficiales realizó un golpe de estado y consolidó una junta cívico-militar que retomó la bandera de la “reforma agraria”. Sin embargo esa junta fracasó, y a los pocos meses asumió una segunda junta con preeminencia del Partido Demócrata Cristiano -fundado en la década del 60- y con muchísima mayor influencia de la embajada y la Secretaría de Estado norteamericana.


La reforma agraria es efectuada, pero sin una participación del campesinado y en el marco de una estrategia contrainsurgente –que comenzó a planearse en Punta del Este en 1961- para evitar que El Salvador fuera la próxima ficha de la “ola roja” que desde una isla lideraba el –a esa altura ya mítico- barbudo líder, Fidel Castro.


El pastor del pueblo, Monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, fue asesinado a menos de 20 días de la promulgación de los decretos de reforma agraria y estado de sitio que se anunciaron en el mismo momento. Tan solo un mes antes había dirigido una carta al hombre más poderoso del mundo pidiéndole que cesara su financiamiento a la represión en El Salvador. En su última homilía, el hace pocos meses beatificado arzobispo, llamaba a los soldados del ejército a desobedecer las órdenes de sus superiores si éstas se oponían a la ley de Dios: “no matarás”. El miedo volvió a sacudir las conciencias de “los guanacos” –gentilicio popular de los nacidos en “el pulgarcito”- y se apoderó de una sociedad que se enfrascó en una guerra de 12 años de duración y que se cobró la vida de más de 60 mil salvadoreños. Jimmy Carter, a quien Monseñor Romero dirigiera su carta en febrero del ’80, fue reemplazado por Ronald Reagan y el dinero proveniente de la casa blanca para la represión que antes era acompañada de reformas se abultó en un solo rubro: más represión.


“La democracia” fue hija (¿legítima o natural?) de esa guerra. Las fuerzas en disputa -por un lado la oligarquía, la naciente burguesía, junto con los militares y las fuerzas paramilitares como el grupo ORDEN o las guardias civiles formaron el ultraderechista partido ARENA y por otro lado la guerrilla que desde octubre de 1980 se había nucleado en el Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)-llegaron a los acuerdos de paz que se firmaron en 1992. El ejército fue depurado y la guerrilla se sumó a la “vida cívica” como un partido político más.


El partido ARENA fundado por el asesino de Monseñor Romero, el mayor Roberto D’Abuisson, sucedió a la Democracia Cristiana y gobernó desde 1989 hasta que triunfó por primera vez el FMLN en el año 2009.


La guerra no solo parió el sistema democrático, sino también una forma sui generis de equilibrar la balanza comercial: poco a poco las remesas de “los guanacos” que partieron hacia Estados Unidos durante la guerra se convirtieron en el principal “producto” de la industria salvadoreña. Tanto es así que en el 2001 la moneda fue directamente reemplazada, y a los billetes con la cara del conquistador español le sucedieron los de la leyenda: “in god we trust”. Un país que otrora supo ser uno de los mayores productores de café – al nivel que hasta fue multado internacionalmente por superar la cuota de café que podía exportar- poco a poco se fue convirtiendo en un país de servicios, con un enorme caudal de mano de obra ociosa: todos y cada uno de los agentes paramilitares que cobraban por “cazar izquierdistas” en los ‘80 quedó desempleado una década después.


De a poco las tapas de los diarios empezaron a poblarse nuevamente de crímenes, ahora perpetrados por un nuevo hijo, el menos deseado (ya no la laureada democracia ni la moneda extranjera del mismo color que la esperanza), de esa guerra: las maras.


Actualmente en el vecino país de Guatemala la policía estatal cuenta con 30 mil uniformados, mientras que la seguridad privada emplea a mas de 120 mil ex policías, ex militares, o ex desempleados. En El Salvador la situación es la misma, todos y cada uno de los negocios de la, hasta ayer, oligarquía terrateniente y hoy devenida en “audaz emprendedora prestadora de servicios” tiene un agente de policía privado parado en sus puertas, luciendo un amenazante arma larga. Los pequeños locales, tiendas, negocios tienen que pagar el impuesto más violento: el impuesto a las maras. La inseguridad y el miedo está en boca de todos y los únicos lugares seguros parecen ser los “no lugares”: bancos, centros comerciales, supermercados, multinacionales, telefónicas, cadenas de electrodomésticos, cuyos dueños –salvo contadas excepciones- tienen los mismos apellidos que las famosas 14 familias.


Durante el primer semestre de 2015 el ex guerrillero y actual presidente, Salvador Sanchez Cerén, firmaba nuevos acuerdos con el presidente de Estados Unidos –y el renunciante Otto Pérez Molina- en el marco de la Alianza para la Prosperidad, con la intención de conseguir financiamiento para “combatir” la violencia de las maras y el narcotráfico en el triángulo norte de Centroamérica: Guatemala, Honduras y El Salvador. La “intromisión imperialista” de antaño se transfiguró en “necesaria ayuda económica”.


En agosto la Cámara de lo Constitucional declaró que la negociación con los grupos delincuenciales es inconstitucional. La respuesta de las maras no se hizo esperar y los periódicos escribían en letra de molde la noticia más importante del año: en agosto El Salvador se convirtió en el país más violento del mundo.


¿Casualidad? ¿Negocio? Lo cierto es que a esta altura la industria del miedo, fundada por Hernandez Martinez, se ha convertido en la más floreciente producción salvadoreña, en el principal empleador de mano de obra y los guanacos, encerrados en sus casas, siguen siendo, como decía el poeta Roque Dalton: “los tristes más tristes del mundo”.


Matías Oberlín.

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