La Muerte de los Herejes en la Inglaterra de los Tudor
La dinastía Tudor, en toda su duración, se conformó por los reinados de Enrique VII, Enrique VIII y los tres hijos de este último, Eduardo VI, María “La sanguinaria” e Isabel I. Un hecho muy curioso es que cada uno de estos reyes modificó la religión del reino y por ende a lo largo de un siglo murieron primero herejes protestantes, luego católicos, luego protestantes y finalmente católicos.
El rey imponía una religión y la forma de profesarla, y los súbditos acataban las órdenes reales. El ciudadano inglés del siglo XVI estaba convencido de que antes que nada había que obedecer al soberano, sobre todo en lo que concernía a la religión. Había que creer lo que el rey quería, de la forma en que este lo disponía.
Sin embargo, estaban también aquellos que creían que debían obedecerlo siempre y cuando ello no ofendiera a Dios. Estos hombres, llegado el caso, creían en la posibilidad de rechazar las órdenes reales y ofrecerse a sí mismos en martirio y así morir en paz con Dios. Para ellos, la salvación del alma era más importante que obedecer los dictámenes reales. Veamos cuál fue el destino de aquellos que prefirieron obedecer a Dios y no tanto a los reyes.
La Inglaterra de Enrique VIII nació católica, sin embargo más o menos para 1525, la actividad protestante que llegaba de los territorios alemanes se había esparcido considerablemente. En Londres los protestantes tenían una importante comunidad, aunque clandestina obviamente. Esta nueva religión atraía en general a las nuevas generaciones y el semillero, créase o no, estaba entre los estudiantes de Teología de la Universidad de Cambridge. En general el protestantismo nació entre intelectuales y de a poco se fue diseminando.
Un impulso importante que tuvieron estos primeros protestantes fue la traducción que hizo William Tyndale de la Biblia traducida al inglés. Este Evangelio se imprimía en los Países Bajos y era contrabandeado a Inglaterra a través del Canal de la Mancha. Tyndale buscaba que el pueblo pudiera comprender la palabra de Dios sin necesidad de intermediarios, como lo eran la Iglesia y sus sacerdotes. Los protestantes creían que cada persona tenía que poder comunicarse con Dios por sus propios medios e interpretar por sí mismo las Escrituras. Para la Iglesia católica, en cambio, el hecho de que cualquiera tuviera acceso a la palabra sagrada era signo de cuestionamiento a las doctrinas de la Iglesia, cosa que daba lugar a indeseadas discusiones sobre teología. Lo veían básicamente como un elemento de desunión para la Iglesia y su grey.
En 1530 una proclama real declaró una ofensa poseer una Biblia en inglés y dictaminó que debían ser quemadas públicamente. Si una persona era hallada con uno de estos libros corría peligro de ser declarado un hereje y morir en la hoguera.
Cuando Enrique VIII puso el reino patas para arriba y se nombró jefe de la Iglesia de Inglaterra separándose del Vaticano, sus asesores, Cromwell y Cranmer, protestantes acérrimos, aunque no declarados públicamente, lo convencieron para que en 1537 permitiera la publicación de la Biblia en inglés, pero tres años después, con la caída en desgracia de Cromwell, Enrique volvió a prohibir el libro.
Los permisos para utilizar la Biblia fueron mutando según los reyes. Con Enrique VIII tuvo sus idas y venidas como ya vimos, durante el reinado de su hijo Eduardo VI fue permitida, con María Tudor, que volvió al catolicismo, fue absolutamente prohibida y finalmente volvió a ser libre con Isabel I.
El protestantismo buscaba debilitar la posición de los sacerdotes y minimizar su rol en la relación entre el fiel y su Dios, pero el tema central del conflicto era el de la transubstanciación, es decir la presencia real del cuerpo de Cristo en el vino y el pan luego de ser consagrados. Los protestantes afirmaban que dicha presencia no era real sino que por el contrario el pan y el vino no dejaban de ser sólo eso y no conllevaban ninguna presencia divina. Digamos que la misa, para ellos, no era la renovación y actualización de la Cruz como sí lo era para los católicos.
Si bien podríamos preguntarnos cómo podía ser que se desataran persecuciones y ejecuciones atroces por un tema como este, es importante entender que en el siglo XVI la religiosidad era la forma de vida de las personas y la salvación del alma era algo que gobernaba la cotidianeidad de la gente jugando un rol central en el ser de cada individuo. Es por esto que la gente luchaba, perseguía, se escondía, o daba su vida por lo que creían.
Una vez que un hombre o mujer era considerado sospechoso de herejía se lo llevaba ante una corte liderada por el obispo diocesano del lugar. Allí se le ofrecían muchas oportunidades de retractarse. Si lo hacía, entonces el hereje era en general apresado o enviado a un monasterio donde cumplía unos meses de castigo y una vez liberado se lo obligaba a portar un distintivo con el dibujo de un haz de leña, que significaba que debería haber muerto quemado pero que había sido perdonado. Esta era una marca de vergüenza que los herejes debían llevar de por vida.
Si el hereje no se retractaba era porque había decidido entregarse al martirio y prefería ser perdonado por Dios y no por los hombres. Entonces el tribunal diocesano lo excomulgaba de la Iglesia y desde ese momento ese hombre pasaba a ser una persona sin derechos que podía ser llevada a la hoguera sin juicio previo.
La pena capital que sufrían los herejes era la hoguera, o sea, morir quemados. Los sheriffs en los pueblos del interior o el Lord Mayor en Londres se ocupaban de los preparativos para la ejecución, que se realizaba siempre en un lugar público y en día de mercado para que la mayor cantidad de gente presenciara el castigo a los criminales. En general había soldados armados para evitar cualquier tipo de escape o intento de rescate, aunque curiosamente no existe registro alguno de un intento de este tipo en toda la época Tudor. Esto se debe a que los ingleses tenían un gran respeto por la ley y que aceptaban lo que ésta dictaminaba.
Como dato de color, es interesante mencionar que era aceptado que el condenado recibiera de algún familiar una bolsa de pólvora para colgar de su cuello, así, cuando las llamas hicieran contacto con la bolsa provocaría una explosión y la muerte instantánea del hereje, evitándole así el martirio de morir quemado con lentitud.
En la época de Enrique VII murieron 24 herejes en 24 años. Durante los 38 años de Enrique VIII murieron 81 personas. En los escasos 6 años de gobierno de Eduardo VI murieron sólo 2. En el terrible reinado de María Tudor, que sólo duró 6 años, murieron 280 herejes y por eso es conocida como María “la sanguinaria”. Finalmente en los 44 años que duró el famoso reino de Isabel I fueron quemados 4 herejes.
La muerte de un hereje no era algo de todos los días aunque tampoco era extremadamente raro, por eso cuando se llevaba a cabo una ejecución la gente asistía como si de un espectáculo se tratara y seguía con atención todo el proceso por muy macabro y escalofriante que podamos considerarlo hoy en día. En aquellos tiempos estos eran los castigos que recibían los criminales y el ciudadano inglés los aceptaba sin cuestionar la ley ni sus formas. Y si piensan que ser quemado en la hoguera era una forma atroz de morir, no dejen de leer el futuro post sobre la muerte de los culpables de traición al rey.
Diana Fubini
Bibliografía Utilizada
-Hibbert, Christopher, The Virgin Queen. A personal history of Elizabeth I, Londres, Tauris Parke Paperbacks
-Ridley, Jasper, The Tudor age, Londres, Robinson, 2002
Weir, Alison, Henry VIII. King & court, Londres, Vintage, 2008